No es ningún secreto que soy capaz de llevar cualquier actividad a los extremos más insondables de la compulsión enfermiza.
Yo no puedo limitarme a comer con mesura como esa gente ejemplar que siempre se deja el último bocado en el plato. No, yo repito aunque no me quede hueco en el estómago ni para una triste flatulencia, rebaño con pan y luego miro con ojos deseosos las sobras de las niñas. No vaya a ser que mañana mismo empiece una hambruna y me pille con las reservas de triglicéridos bajo mínimos.
Se pueden imaginar entonces que en cuanto a libros se refiere me las gasto también con mucho más desvarío que cordura. Una es así, para lo bueno y, sobre todo, para lo malo.
El orden de mi biblioteca dice mucho más de mis trastornos de personalidad que cualquier análisis de mi caligrafía de alumno de primaria.
Verán, yo no ordeno los libros por orden alfabético, ni por temática, ni por época, ni siquiera por idiomas. No, yo ordeno los libros atendiendo única y exclusivamente a la teoría evolutiva de Darwin. Mi biblioteca es un escenario dramático de la más encarnizada lucha por la supervivencia del rival más fuerte.
Sólo aquellos que consigan formar parte de los cuerpos de élite alojados en las estanterías más altas conseguirán sobrevivir a las batallas campales del papel impreso contra el afán destructivo de las tigresas.
En la última balda, al alcance de las babas corrosivas de La Quinta, hacen guardia temerosos todos los ejemplares tullidos que no me han gustado lo suficiente como para sobrevivir a otra generación de lectores. Estos libros tienen los días contados, las páginas a medio arrancar y sirven el único propósito de familiarizar a La Quinta con el noble arte de pasar páginas.
Los libros de la segunda y la tercera balda están a la merced de La Tercera y La Cuarta. Lo mismo hacen bulto en una maleta de veterinario que sirven de cuaderno de garabatear en prácticas. La muerte de éstos volúmenes que no me han hecho ni fu ni fa suele ser más lenta pero raro es el que sale ileso del envite.
A partir de la cuarta balda los libros viven en relativa paz haciendo ocasionalmente de atrezo en las escuelas o las consultas pediátricas improvisadas de las mayores. El mayor peligro es que acaben olvidados en algún rincón de su leonera pero no suelen sufrir mutilaciones ni maltrato excesivo. Son libros que me gustaron sin llegarme tampoco a encantar.
La última balda es un remanso de paz, un retiro dorado reservado única y exclusivamente a los grandes libros. Esos que me han cambiado un poco la vida y cuya memoria resiste al paso del tiempo y de las modas. Son los intocables sujetos sólo a la amenaza de contrincantes más jóvenes.
Recientemente he tenido que añadir una nueva y flamante balda a mi biblioteca. Es una balda de honor reservada a aquellos libros en los que he cambiado alguna coma. Libros que he visto crecer desde que no eran más que una idea sin pulir hasta el día en que se graduaron con sus primeras galeradas. Libros que son casi familia.
Desde hace una semana un único ejemplar se pavonea flamante en esa balda puturrú de foie. No podía ser otro que El Paciente Impaciente de nuestra querida Boticaria García
.Cuando el verano pasado me envió un borrador de las primeras páginas, antes de darle mi opinión le pregunté “¿Cómo lo quieres?”. Ella, haciendo honor a su arrojo manchego me contestó “Calentito”.
Sin más me encomendé a su cristo de las tres caídas y, con un sentido “Va por ti hermosa”, saqué el machete y me despaché sin misericordia. No porque no estuviera bien, sino porque ya voy conociendo a esta Boticaria en la que concurren tres virtudes que rara vez se ven juntas: talento, tesón y sentido práctico.
A Marián le gusta hacer las cosas bien y no le duelen prendas en sumarle a sus ya de por sí maratonianas jornadas de farmacéutica, bloguera, madre, esposa y amiga full-time, el oficio nocturno de escritora atormentada. Marián no es de cubrir el expediente, ella es la empollona repelente que siempre va a por nota.
Cuando meses después me envió el libro entero, lejos de alegrarme, me entró un canguelo supremo. Y si no me gusta ¿qué? Me preguntaba yo azorada mientras evaluaba mis posibles escapatorias ante tamaño marrón. Muchas cosas me daban miedo de este libro al que ahora acuno como al más pródigo de todos los hijos.
De que el libro iba a estar bien escrito no me cabía duda. Eso ya lo sabemos todos los que seguimos a la boticaria desde que se convirtió en la madre del Gremlin. Pero una cosa es redactar con tino y gracejo, y otra muy distinta escribir un libro.
Mi primer desvelo era que no fuera divertido. Nadie duda del humor certero y descarado con el que nos ameniza las tardes en Twitter pero 339 páginas de risas son muchas hasta para el más avezado de los monologuistas del club de la comedia.
Me preocupaba también que fuera un libro corporativo, un libro sólo apto para farmacéuticos y otros profesionales del gremio. El equivalente boticario del chiste de integrales de los ingenieros.
Por si fuera poco también me inquietaba que fuera circunstancial, un libro que sólo se explicara en el contexto actual de la blogosfera maternal y sanitaria. Un libro, independientemente del momento en el que esté escrito o de la época en la que se sitúe la narrativa, tiene que poder ser leído y comprendido en cualquier momento por casi cualquier persona.
Pero lo que de verdad me quitaba el sueño es que no fuera un libro. No todo lo que está encuadernado entre dos tapas merece este calificativo. Un blog no deja de ser un mejunje más o menos conexo de textos independientes que no tienen por qué leerse en orden o de corrido. Un libro es otra cosa, tiene que tener un ritmo, una inercia y una cohesión que lo justifiquen.
Entenderán ahora que cogiera el manuscrito con más aprensión que ganas pero, a medida que iba pasando páginas, todas y cada uno de mis miedos se fueron disipando.
Yo no soy de risa fácil, la última vez que me reí en alto con un libro fue con Irse A Madrid de Manuel Jabois
en 2012. Y me reí, no una sino muchas veces. A rabiar.Además, es un libro no sólo apto para todos los públicos independientemente de su sexo, edad o condición sino que es materialmente imposible no verse retratado en alguna tipología de paciente. Me atrevería a decir que cada uno de nosotros arrastra taras de por los menos cuatro o cinco pacientes.
Un mérito nada baladí de El Paciente Impaciente es que ha conseguido sobrevivir a la fama cibernética de su autora, cualquiera puede cogerlo en un librería sin tener ni pajolera idea de quién es la señorita esbelta de la bata y los tacones y disfrutarlo de lo lindo.
Pero por encima de todo, lo que más admiro de este libro es que ha traspasado la barrera del estereotipo y el chascarrillo fácil para traernos un retrato entrañable y divertido de una botica de barrio con sus pacientes habituales, su buena ración de pacientes surrealistas y una rebotica más animada que una caseta de feria.
Este libro fue concebido hace ya muchos meses por obra y gracia de un whatsapp y varias copas, y yo no puedo más que agradecerle a nuestra boticaria que me haya dejado echarle el aliento en el pescuezo todos este tiempo. Lo he disfrutado de lo lindo.
Y ahora, sin más, les dejo el enalce para que no se me despiten: El Paciente Impaciente
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