Después de mucho tiempo sin publicar en el blog, vuelvo a él con una reseña, la de una novela que me ha gustado mucho: La inquilina de Wildfell Hall, de Anne Brontë, pero es que las Brontë me atraen como la luz a la polilla. Ahí vamos, ¿me acompañas?
Sinopsis
Una mujer llega, junto con su hijo de corta edad y una criada, a la vieja mansión de Wildfell Hall, que lleva años abandonada. Bella, pero tímida y retraída, y con un carácter esquivo, se presenta como viuda ante la pequeña sociedad rural que la rodea que no tardará, sin embargo, en comenzar a levantar sus sospechas respecto a la triste figura que habita Wildfell Hall. Pese a las murmuraciones de todo tipo que se expanden como una onda en el agua, las elucubraciones de sus vecinos se hallan muy lejos de descubrir los secretos que rodean a la inquilina de Wildfell Hall.
Esta segunda (y última novela) de Anne Brontë nos traslada a un bello lugar, con sus prados, sus tapias de piedra y sus campos de manzanos, que contrasta, sin embargo, con las tormentas interiores que experimentan algunos de los personajes que habitan la historia. La primera de ella, como corresponde a todo buen protagonista, se oculta en el pecho de Helen Graham, una mujer adelantada a su tiempo (algo no muy llamativo dentro de la marca Brontë), que parece vivir de sus propios ingresos como pintora. Su buscado aislamiento y la extraña elección que ha hecho como vivienda, Wildfell Hall, una casa demasiado grande para tan sólo ella, su hijo y la criada, no pueden dejar de levantar sospechas, que van convirtiéndose poco a poco, a medida que el secreto que parece guardar en su corazón se revela indescifrable, en ampollas entre unos vecinos a los que el misterio que encierra la inquilina de Wildfell Hall llama poderosamente la razón.
De entre todos ellos, hay uno, sin embargo, que logra aventajar a los demás: Gilbert Markham, un joven hacendado que reside, junto a su madre y sus hermanas, en una casa cercana a Wildfell Hall. Markham logra agrietar el muro que Helen Graham ha construido en torno a su vida en la destartalada mansión y alrededor de sí misma, y empieza a colarse entre las hendiduras que la reservada mujer ha dejado al descubierto. Lo que comienza como meras visitas de cortesía, y pese a que ella sigue imponiendo una distancia prudencial, va transformándose en una relación, aunque endeble, bastante más profunda que lo que el resto del vecindario, incluido el clérigo, ha conseguido establecer con esa joven distante y reservada. Markham descubre que las visitas que prodiga a la inquilina de Wildfell Hall parecen ser bien recibidas, pese a que continúa manteniendo una prudencial la distancia. Ella nunca da un paso motu propri o para acortarla. Por el contrario, a medida que el tiempo pasa y Markham se aventura a estrechar la intimidad, Helen parece alejarse dos pasos por cada uno que él intenta avanzar.
Casi desde la primera página, el lector sospecha (como lo irá haciendo también el resto de la comunidad que rodea a la inquilina de Wildfell Hall), que Helen Graham oculta un pasado borrascoso. Si para el vecindario este oculto pasado es fuente de murmuraciones y especulaciones, para Markham se convierte en una causa por la que luchar. Mientras unos propalan sus sospechas, primero sotto voce; luego con cada vez más y más atrevimiento, Markham se empeña en una defensa a ultranza de la virtud de Helen, de la que espera una explicación lógica a su extraña actitud que, sin embargo, ella no parece dispuesta a dar. Helen Graham no puede respaldarlo. Cuanto más insiste él, más se empecina ella en su silencio, hasta que un día Gilbert Markham descubre lo que parece ser una relación sentimental entre Helen y su casero, el dueño de Wildfell Hall. Y los celos hacen su aparición.
La inicia Markham, en forma epistolar, a través de unas cartas que dirige a su cuñado en las que le va narrando la llegada de Helen y todo lo que sucede a su alrededor. Es el presente. Tendremos que esperar a que la novela alcance su mitad para que el narrador cambie y sea entonces la propia inquilina de Wildfel Hall quien, a través de su diario, vaya despejando incógnitas para el lector, que conocerá el secreto que la ha llevado hasta aquella vieja mansión. Entre cartas y diarios, Anne Brontë irá desgranando la historia de un amor prohibido y, por tanto, imposible, y de un fracaso matrimonial en el que se entremezcla la degradación humana con la injusticia, los atropellos e incluso la violencia. La inquilina de Wildfel Hall fue una historia que levantó ampollas en su tiempo y que obligó a la autora a dar ciertas explicaciones, algunas tan sabrosas como esta:
Las novelas se escriben, o deberían ser escritas, para que las lean hombres y mujeres. No puedo concebir que un hombre se permita el lujo de algo que resulte vergonzoso para una mujer o que a una mujer se le censure por escribir algo que sea conveniente y adecuado para un hombre.
Un pensamiento que, vuelvo a la expresión que utilicé más arriba, pone de manifiesto, una vez más, una de las características más relevantes de la marca Brontë. Aunque La inquilina de Wildfell Hall se publicó en primera instancia bajo el pseudónimo masculino de Acton Bell, en ella se puede rastrear perfectamente el feminismo (tan adelantado para aquel 1848 en el que llegó a las manos de los lectores) propio de las Brontë que la impregna y que se representa a través de la figura de una mujer, Helen Graham, fuerte, independiente y que no ha dudado en escapar de una vida infernal y afrontar la incertidumbre de otra cuya dirección retiene para sí, empecinada en no entregar las riendas a ninguna mano que no sean las suyas.
Esta lectura forma parte de Mi reto cablagando entre clásicos y no puedo contarte más sobre la novela sin espachurrártela, de modo que tendrás que quedarte con la incógnita que guarda ese pasado de Helen, así como con el interrogante sobre qué le deparará el futuro. Si la literatura Brontë es de las que te gustan, La inquilina de Wildfel Hall es una lectura más que recomendable con la que creo que disfrutarás.