Todo aquel que ha intentado realizar una aproximación al desarrollo económico de América Latina y la relación de éste con la inserción y vinculación de la región al sistema internacional, ha comenzado por preguntarse sobre la posibilidad de generalizar acerca de un continente tan amplio, que, corriendo de norte a sur, con las diferencias climáticas que ello conlleva, y estando surcado por enormes accidentes geográficos, culmina por mostrar una enorme variedad de entornos en términos de geografía, clima y recursos naturales. En estos entornos también se han desarrollado diversas culturas que, a su vez, han experimentado cambios radicales en interacción con procesos de colonización, emigración e inmigración, tanto voluntaria como forzada, y de intercambio comercial y tecnológico.
Desde el punto de vista de su estructura productiva, y a pesar de lo anterior, algunas características se han mantenido en el tiempo. Desde los tiempos de la conquista, y pasando por diversos momentos de reformulación de sus lazos con la economía mundial, y aun cuando algunos países han logrado diversificar sus estructuras productivas y acceder a mercados internacionales de manufacturas y servicios, el grueso de los países de américa latina no ha logrado superar un patrón de especialización productiva basado en la explotación de los recursos naturales.
Más allá de fluctuaciones y coyunturas diversas para diferentes bienes, ese patrón de especialización productiva ha inhibido a América Latina de acceder a los segmentos más dinámicos del mercado mundial, ya sea desde el punto de vista tecnológico, como desde el punto de vista de la expansión de la demanda. La crisis financiera y económica global y las sendas de crecimiento diferente de las economías industrializadas y las de los países (re)emergentes en el periodo posterior a la crisis, han acelerado los patrones de convergencia en las cadenas globales de valor. La emergencia de China y el resto del Sur se asocia a la fragmentación geográfica de la producción mundial. En América Latina y el Caribe, los impulsos monetarios y fiscales que apoyaron la recuperación posterior a la crisis, fueron reemplazados por una recuperación del consumo interno y de la inversión, junto con un aumento de las exportaciones.
Las profundas transformaciones que está experimentando la economía mundial plantean riesgos y oportunidades para dar continuidad a ese ciclo de crecimiento iniciado en el decenio de 2000. La convergencia de las reformas económicas internas y el propicio escenario internacional entre 2003 y 2009, condujo al mejor período económico de la región en 40 años: la tasa media de crecimiento se elevó al 4,7% anual; la tasa de desempleo disminuyo del 10,7% al 7,3%; las exportaciones crecieron un 18% anual. En el ámbito social, la pobreza se redujo del 43,9% al 33,5% e incluso mejoró ligeramente la distribución del ingreso. En este contexto favorable, quedaron atrás las inquietudes sobre diversificación productiva y exportadora y sobre el rezago regional en materia de innovación y competitividad.
No podemos obviar en el análisis un hecho fundamental, y es que la transformación productiva está ligada, por una parte, a una «educación» para el siglo XXI y, por otra, a una inserción internacional inteligente. Tal educación es la que permite integrar más conocimiento en la estructura productiva, favoreciendo las posibilidades de avanzar en una inserción basada en la diversificación exportadora. En este contexto, los mercados regionales ampliados, la certidumbre jurídica y la gradual convergencia de normas y disciplinas regulatorias, sumados a los avances en la creación de bienes públicos regionales, como infraestructura, energía y conectividad, son hoy requisitos para crecer con más igualdad.
Ante este panorama, parece haber llegado el momento para la región en su conjunto de reflexionar con mayor profundidad sobre la calidad de la inserción internacional de las economías de América Latina y el Caribe y sobre el rol que en esta puede cumplir la integración regional. La región dispone de importantes activos ante ese desafío, como la calidad de sus políticas macroeconómicas, la expansión de sus mercados internos, y su dotación de recursos naturales –energía, minerales y alimentos— en un contexto mundial de creciente demanda de los mismos. Sin embargo, existen riesgos asociados a una «recaída» de la crisis (double-dip recession) y la evolución económica desfavorable de los países avanzados y de otras economías emergentes de Asia, así como a la «reprimarización» de la estructura productiva y las exportaciones de la región.
El proceso de reprimarización de América Latina gira en torno a la importancia que han recuperado los sectores primarios de la economía en los últimos años: actividades relacionadas con la producción de materias primas, productos básicos –commodities– y los bienes intermedios poco elaborados. Las implicaciones negativas de este proceso se encuentran principalmente en la desindustrialización, con la consiguiente destrucción del tejido industrial y la perdida de capacidades tecnológicas y humanas; la apuesta por actividades de poco valor agregado que dificultan la inserción en cadenas globales de valor; la escasa diversificación de productos; la evolución desfavorable de los términos de intercambio; así como el necesario desgaste y agotamiento de la base de recursos naturales y la consiguiente degradación ambiental.
El principal desafío que la región tiene por delante es interno y consiste en vincular la agenda regional de innovación y competitividad a la actual relación económica con la región de Asia y el Pacífico. Para mantener el ciclo de crecimiento económico de la región es necesario impulsar alineamientos estratégicos, como el fortalecimiento del mercado regional. En consecuencia, el comercio intrarregional presenta características que conducen a un desarrollo inclusivo y basado en la creación de ventajas competitivas dinámicas.
En este contexto, la principal oportunidad para que América Latina y el Caribe pueda mantener el ciclo de crecimiento económico del último decenio depende considerablemente de la formación de cadenas de valor regionales. Cadenas de valor que determinan el crecimiento y sobre todo el contenido en valor agregado de los flujos comerciales. México y algunos países de Centroamérica ya están insertos en cadenas norteamericanas, en América del Sur y el Caribe en cambio, se han formado pocas cadenas regionales. Estas cadenas permitirían sobre todo agregar valor a los bienes primarios y algunos productos industriales y servicios exportados a los mercados en expansión.
Los principales cambios en las relaciones económicas externas (comercio e inversión) de América Latina en los últimos años, y en particular, el cambio de posición relativa de EE. UU., la UE y los países de Asia, con especial referencia a China, ejemplifican un momento de inflexión en la economía mundial, cuyo centro de gravedad se traslada hacia los denominados países (re)emergentes, en particular hacia la región de Asía Pacífico.
A pesar de estas realidades, no podemos obviar el contexto actual caracterizado por: una desaceleración de los países en desarrollo; el debilitamiento del ciclo expansivo de las economías emergentes, incluidos los BIRCS; los rebalanceos de la economía China, centrada en su principal desafío, esto es, la orientación del modelo de crecimiento hacia el consumo interno; y el moderado crecimiento del resto de Asia, a pesar de que el crecimiento de las economías asiáticas es un hecho que define al siglo XXI. En este contexto mundial, las dinámicas de las relaciones económicas externas de cada país de América Latina, dependerán de sus mercados de destino –China y el resto de Asia, o Estados Unidos y Europa— y de la composición de su canasta exportadora.
Este escenario debe examinarse en conjunto con las mega-negociaciones que vinculan a los Estados Unidos, Europa y Japón. «Mega-acuerdos» que pueden inducir corrientes de comercio e inversión, así como nuevas reglas para el comercio, el funcionamiento y la interacción de las cadenas de valor que afecten a las relaciones económicas externas de América Latina y el Caribe. Y es que, transcurridos más de diez años desde su inicio, las negociaciones de la Ronda de Doha de la OMC se encuentran a la deriva y parece altamente improbable que puedan concluir exitosamente.
Dada la situación de estancamiento y, a pesar del acuerdo alcanzado a finales de 2013 en la Conferencia celebrada en Bali, los miembros de la OMC han comenzado ha explorar alternativas para alcanzar acuerdos en áreas específicas que pudieran generar suficiente apoyo, fuera del marco del compromiso único. Algunos especialistas han sugerido que el futuro de la OMC como foro de negociaciones en los próximos años debería estar crecientemente ligado a las iniciativas plurilaterales, dada la menor complejidad para alcanzar acuerdos en ese formato
La irrupción del mega-rregionalismo está ligada estrechamente a las profundas transformaciones que han venido ocurriendo en las últimas tres décadas en la organización de la producción y del comercio mundiales. Desde fines de los años ochenta, la reducción de las barreras al comercio y a la inversión extranjera directa, junto con los menores costos de transporte y los adelantos en las tecnologías de la información y las comunicaciones, han posibilitado el creciente desarrollo de redes de producción y abastecimiento del tipo Norte-Sur. Esta fragmentación geográfica de la producción tiene lugar a través de diversos canales, como la inversión extranjera directa, el comercio de bienes intermedios y la subcontratación de servicios. Puesto en términos simples, se busca combinar la tecnología, la innovación y el know-how de los países desarrollados (economías de matriz) con los menores costos de mano de obra de los países en desarrollo (economías de fábrica).
Pese a la reducción de los costos de transporte, comunicación y procesamiento de información, coordinar procesos productivos distribuidos en varios países sigue siendo una tarea compleja, sobre todo cuando existen grandes distancias. El comercio en las redes de producción, cuando un producto puede cruzar fronteras varias veces en distintas fases de la producción, es especialmente sensible a los costos derivados de la distancia, incluidas las demoras en los plazos de entrega.
Es por ello que las principales cadenas de valor tienen una clara dimensión regional. De este modo, es posible identificar tres grandes redes de producción (fábricas) en el mundo: la «fábrica Europa» (centrada en Alemania), la «fábrica América del Norte» (centrada en los Estados Unidos) y la «fábrica Asia» (centrada en un principio en Japón y más recientemente en China). Las tres «fábricas» se caracterizan por altos porcentajes de comercio intrarregional, que a su vez tiene un importante componente de bienes intermedios, sobre todo en el caso de la «fábrica Asia». Ello refleja los patrones de comercio vertical que caracterizan a las actuales redes de producción.
Los riesgos y oportunidades del fenómeno del mega-regionalismo para América Latina y el Caribe son variados y complejos, y dependen entre otros factores de la estructura productiva y exportadora de cada país y subregión, así como de sus respectivas estrategias de inserción económica internacional.
El Acuerdo Transatlántico sobre Comercio e Inversión (T-TIP), tiene el propósito de renovar y reforzar la alianza entre los Estados Unidos y Europa, así como revitalizar el papel de liderazgo de ambos en la gobernanza del comercio mundial. Para los países centroamericanos y sudamericanos que tienen una fuerte vinculación con las redes de producción centradas en los Estados Unidos, que a su vez han suscrito un Acuerdo de Libre Comercio con la Unión Europea, la acumulación de origen y la armonización de reglas que se generarían a través de este proceso abrirían importantes oportunidades de incorporarse a cadenas de valor transatlánticas. Ahora bien, no pueden olvidarse los riesgos derivados de que las reglas negociadas entre dos socios con un alto nivel de desarrollo, no necesariamente serán óptimas ni de fácil acceso para los países de la región.
El Acuerdo de Asociación Transpacífico (TPP) se inserta en el contexto de una orientación estratégica, definida por la administración del presidente Obama, que apunta a aumentar la presencia de los Estados Unidos en la región de Asia y el Pacífico. Los tres países latinoamericanos que forman parte del TPP forman dos grupos claramente diferenciados en función de su inserción en la economía política internacional. Por una parte, México ha construido un modelo de inserción internacional apoyado en la participación en las cadenas de valor, pero al mismo tiempo abre opciones de complementariedad y cooperación aprovechando el acceso privilegiado al mercado de los Estados Unidos. Chile y Perú por su parte, se han posicionado como exportadores de materias primas a Asia, con escasos indicios de comercio intra-industrial.
En último término, con las negociaciones en curso, se intentan establecer mecanismos de gobernanza que respondan a las necesidades de las cadenas de valor de América del Norte, Asia Oriental y Sudoriental y Europa. En consecuencia, el fenómeno del mega-regionalismo plantea a la región el desafío de mejorar la calidad de su propia integración y de su inserción económica internacional, ya sea basada en recursos naturales, manufacturados o servicios.
A lo largo de la reciente historia latinoamericana, distintos principios han orientado la política exterior de América Latina y el Caribe. Ahora bien, el desarrollo socioeconómico se encuentra en el centro de los ciclos ideológicos de los distintos gobiernos, sin por ello existir una orientación común; Liberal o, por el contrario, Nacionalista (mayor presencia del Estado en la planificación).
Las políticas exteriores desarrollistas son el marco de articulación de la acción exterior, un asunto extremadamente polarizado. En la actualidad, existe en la región una más que notable heterogeneidad en cuanto a la dimensión económica de las políticas exteriores del conjunto de países de América Latina y el Caribe.Como ya hemos indicado, el comercio internacional se articula cada vez más en cadenas globales de valor. Una inserción internacional regional en redes de producción y cadenas regionales y globales de valor en la que podemos hacer una distinción: México y Centroamérica, por una parte, y América del Sur y el Caribe por otra. El primer grupo de países participa ampliamente en diversas cadenas de valor centradas en los Estados Unidos, tanto de bienes como de servicios. En el segundo grupo, en cambio, la gestación de redes de producción y cadenas de valor es aún incipiente, con algunas excepciones.
Las profundas transformaciones que está experimentando la economía mundial plantean a la región el desafío de repensar su inserción internacional y su esquema de alianzas globales. En este nuevo contexto internacional, la región debe procurar una modalidad de inserción que le permita maximizar los beneficios de sus crecientes vínculos con Asia, y otras regiones emergentes, buscando al mismo tiempo reducir sus costos centrados en gran medida en el creciente proceso de «reprimarización» de su modelo productivo.
En definitiva, apostar por una política exterior que favorezca la promoción de procesos de innovación, la competitividad e internacionalización de las empresas, mayor relevancia a las relaciones comerciales intrarregionales y la profundización de las relaciones exteriores de mayor calidad con China y la región de Asia-Pacífico. El grado en que lleguen a materializarse estos beneficios potenciales dependerá de la existencia de un conjunto integrado de políticas encaminadas a elevar la productividad por un lado y a reducir los diferenciales de esta entre sectores y entre el tamaño de las empresas, por otro.
Por todo ello, los componentes de las políticas exteriores del conjunto de la región deben orientarse hacia una mejor inserción internacional de América Latina y el Caribe en cadenas regionales y globales de valor. Esta, dependerá en gran medida del desplazamiento hacia actividades productivas más intensivas en conocimiento, una mejora en las condiciones de acceso a los mercados internacionales a través de la integración regional, que posibilita a su vez la concertación política, así como la negociación de acuerdos en marcos bilaterales o multilaterales. Por lo tanto, buena parte de la respuesta a este desafío se encuentra en un reforzamiento de la integración regional. Una regionalización eficiente requiere de una integración regional sólida, donde se fijan los cursos de acción y se crea la institucionalidad necesaria para fijar tanto el proceso como el proyecto en un curso de largo plazo que permita atravesar tiempos de bonanza o turbulencia sin poner en peligro los acuerdos.
Para mantener de forma ininterrumpida este «impulso» inicial, es necesaria la construcción de una institucionalidad organizada y consensuada. Son necesarias políticas exteriores que más allá de su dimensión económica apuesten por una narrativa –poder discursivo—, un conjunto de principios y normas que trasciendan el multilateralismo defensivo o revisionista, cuyo papel principal le corresponde al Sur global y a los países (re)emergentes.
La crisis global puede ser un catalizador para el cambio. Exige una actuación más intensa, asertiva y proactiva ante el multilateralismo, trascendiendo las tradicionales aproximaciones hegemónica, normativa, defensiva y revisionista, cuya función a la postre no es sino enmarcar la realidad (framing) en bucles cognitivos que se retroalimentan, impidiendo que emerjan nuevas miradas sobre los cambios que registra el sistema internacional, reproduciendo categorías, visiones y posicionamientos crecientemente disfuncionales. Lo relevante es que la región pueda elaborar su propio diagnóstico y definir su visión prospectiva, compartiendo un relato propio que explicite el rol que aspira a jugar en el escenario internacional, el tipo de interlocución que desea sostener con los Estados Unidos, la Unión Europea, China y el resto de Asia, y la participación que quiere tener en el debate sobre los principales temas de la agenda mundial.