Dicen que la memoria es la inteligencia de los tontos. Parece que la frase es de Albert Einstein. Lo cierto es que dicho así no suena muy políticamente correcto y encuentro que tiene cierta connotación peyorativa. Es más, según ese razonamiento, yo que tengo una memoria de elefante debo ser muy tonta. Y no lo creo.
Es cierto que en la etapa escolar, desde bien temprano, se estimula el aprendizaje memorístico, pero no es este único. También se enseña a los críos a pensar, a razonar, a hacerse preguntas. Este curso mi hija mayor está empezando a memorizar poemas y a mi me parece que es bueno, como también lo es el aprendizaje de las operaciones matemáticas, lógica pura. Quizás le debo algo de mi buena memoria al entrenamiento al que se sometió a mi cerebro en mi colegio, un centro que ya no existe. Pero puede que otra parte sea genética, mi madre también la tiene y mi hija mayor apunta maneras.
Lo que no me gusta de mi ¿cualidad? es que no es selectiva: esa máxima de que tendemos a olvidar lo malo y acordarnos de lo bueno en mi no se cumple. Recuerdo fechas de momentos maravillosos de mi vida y de otros nefastos. Estas últimas me gustaría borrarlas, pero están grabadas y entonces llega el día de autos y me digo “hoy hace x años desde que…” No siento rencor ni dolor por aquellos males, pero los tengo grabados en mi chip mental. Preferiría borrarlos y no hay forma.
Otro de los aspectos negativos de mi capacidad memorística es que muchas veces he de callar por no dejar a alguien por mentiroso, desmemoriado o desinformado. Me ha pasado con amistades, con familiares y cuando se me ha ocurrido sacar a la persona en cuestión de su error, se lo ha tomado a mal. Quizás es que tocarle la vanidad a alguien es de las peores cosas que se puede hacer y por eso yo he aprendido a callarme.
Como ejemplo de almacenaje de información estéril, recuerdo cuando iban perdiendo la virginidad mis amigas del colegio. Es más, en algún caso lo recuerdo mejor que algunas de ellas -con muchas ya no tengo contacto, así que no tiene mayor importancia-. En cambio, retener la fecha de los cumpleaños de los hijos de todas mis amistades y las amistades de El Desconcierto es de lo más práctico, y es por eso mismo, porque nunca olvido el cumpleaños de un niño de mi círculo, por lo que me sienta especialmente mal que olviden los de las mías. Soy poco clemente en ese aspecto.
Para el día a día, aparte de llevar la lista de la comprar en la cabeza y multitud de contraseñas, en la crianza de los hijos es muy práctico no tener que ir apuntándolo todo y cubrir la nevera con un collage de post it de colores. Y como ya avancé hace algunos post en el tema médico no tengo competencia. Me quedo con los vocablos y con las fechas de cada percance de mis criaturas. Recuerdo también el calendario de vacunación sin mirarlo, claro está. Cuando mi hija pequeña estuvo ingresada este verano pasado supe darle al médico la fecha exacta de sus otros ingresos, día de entrada y día de salida. “No le hacen falta a usted papeles”, me dijo. "De momento", comenté. Dicen que a partir de los 40 los fallos de memoria empiezan a aparcer o se van acrecentando, en caso de que ya se tuvieran.
Tengo memoria de elefante, pero la cara B es que soy tremendamente despistada con las pequeñas cosas, que también son importantes: donde dejo las llaves, las cartas, el monedero... Despistes que me hacen perder minutos y me generan mucho estrés en el terreno doméstico. En autobuses y metro he olvidado de todo: gorros, gafas, paraguas…
Una vez leí en una revista que estos olvidos se producen porque no prestamos atención a lo que hacemos: soltamos las llaves donde sea sin fijarnos en el lugar en el que las hemos dejado. Salimos escopetados del vagón, sin mirar el asiento. Vamos con rapidez, saltando de una cosa a otra, como los monos –monkey mind lo llamaba el especialista-. Una pena no tener el enlace, el reportaje era muy interesante. En ese caso, yo soy una mezcla de elefante y de mono. ¿Y tú?