LIDIA MARTÍN
Si de algo se alardea en nuestra sociedad de hoy es de ser tolerantes. En función de esa tolerancia estamos, en teoría, abiertos a todo y todo vale. Vamos por la vida de respetuosos, de liberales, de amantes de la libertad y se “farda”, no en pocas ocasiones, de estar permanentemente ampliando nuestros horizontes ideológicos para dar más cabida cada vez a nuevas y originales posturas y puntos de vista. Es lo que se lleva. No hay ya nada erróneo, incorrecto o cuestionable, porque “hay que ser tolerante” y eso prima sobre todo lo demás.
Pero, reconozcámoslo, esta tolerancia tan verbal, tan de boca llena y manos vacías hace aguas por todas partes y ya casi nadie que esté inserto en alguna de las muchas minorías que componen parte del panorama social se la cree. Todos somos tolerantes con los que piensan lo mismo que nosotros, pero cuando esto no es así, la cosa cambia. ¡Menudo mérito!
De poco sirve, en esos casos, predicar una tolerancia como la que se nos pretende vender hoy. “Hechos son amores, y no buenas razones”, como reza el refrán, y es que no importa cuánto nos quieran adornar esa pretendida “conversión” a la nueva tolerancia. Las personas seguimos rechazando lo diferente. Debemos llevarlo en los genes. Lo tememos, lo desplazamos, incluso lo odiamos en ocasiones y nuestros hechos, nuestras miradas, nuestra forma de hablar, nos delatan, aunque pretendamos esconder todo ello bajo el manto de una pretendida madurez social llamada tolerancia.
Puede leer aquí el artículo completo de esta escritora y psicóloga, de fe evangélica, titulado La intolerancia de la nueva tolerancia