Revista Sociedad

La inutilidad de los derechos humanos

Publicado el 13 enero 2014 por Rafael García Del Valle @erraticario

En la introducción al libro de Nuccio Ordine, La utilidad de lo inútil, el autor expresa rotundo que, en tiempos de crisis económica, no todo está permitido, y que la crisis no puede justificar la destrucción de  las prácticas humanas y solidarias:

…los bancos y los acreedores reclaman implacablemente, como Shylock en El mercader de Venecia, la libra de carne viva de quien no puede restituir la deuda. […] El derecho a tener derechos –para retomar un importante ensayo de Stefano Rodotà, cuyo título evoca una frase de Hannah Arendt— queda, de hecho,  sometido a la hegemonía del mercado, con el riesgo progresivo de eliminar cualquier forma de respeto por la persona.

Hay un breve ensayo firmado por Julia Honkasalo en el que la autora busca las semejanzas entre el informe en que, en 2009, Irene Khan, secretaria de Amnistia Internacional, ya denunciaba este desprecio por los derechos humanos que se escondía tras la crisis económica, y el pensamiento de Hannah Arendt quien, sesenta años atrás, ante la Declaración Universal de los Derechos Humanos, criticó su absoluta falta de realismo: están basados en una abstracción, el “Hombre Universal”; para que pudieran ser aplicados, haría falta otra clase de política, de políticos y, en realidad, de seres humanos.

Escribe Honkasalo que ”una gran parte de los problemas señalados por Amnistia Internacional y Human Right Watch tienen que ver precisamente con las mismas debilidades que Arendt señaló en las décadas de 1940 y 1950”: la fragilidad humana. La crítica de Arendt radica en que el ámbito político termina buscando su finalidad en supestos externos, supra-políticos, como Dios, la naturaleza o la historia universal.

Según ella, necesitamos distinguir entre “humanidad” como un concepto político y “humanidad” como un concepto natural. Esto es porque de otra manera arriesgamos reducir la política a la naturaleza. Aquí vemos que el problema se reduce a la cuestión de establecer cuál es la base de la política. Arendt es muy cuidadosa en señalar que los derechos humanos como un concepto natural no pueden ser el fundamento de la política. La política no puede tener un fundamento natural, ya que los seres humanos no son iguales debido a algunas características naturales que posibiliten una igualdad. Por el contrario, ellos se transforman en “humanos” e “iguales” al convertirse en miembros de una comunidad política que garantiza derechos para sus integrantes. Esta es la razón por la que Arendt sostiene que el más básico sustento para los derechos humanos debe ser el derecho a pertenecer a una comunidad política.

Es la comunidad la que otorga el derecho a tener derechos que reclama indignado Ordino y que recomienda escéptica Arendt. Continúa Honkasalo:

El problema de los derechos humanos en el sentido tradicional, es que estos son derechos que están basados en el modelo de ciudadanía. Sólo aquellas personas que ya son miembros de una comunidad política pueden poseer derechos. Por otro lado, el principio de soberanía también le entrega al Estado el derecho de privar la ciudadanía para estas personas. Así, es la misma estructura estatal la que produce personas apátridas dentro del Estado. Cada vez que se producen personas apátridas, ellos son privados de derechos porque ya no pertenecen a ningún lugar. Por ejemplo, en el caso de los refugiados, depende de la hospitalidad del país “anfitrión” si quiere o no aceptarlos. Así, las personas apátridas incluso no pueden reclamar derechos porque ellos no tienen instituciones ni mecanismos para apelar. Nuevamente, como en la década de 1940, hoy en 2009 una gran parte de la responsabilidad de proteger los derechos humanos de los refugiados es puesta sobre los hombros de las ONG´s y de las organizaciones de ayuda internacional.

Puesto que la potestad de proporcionar o no derechos depende de la voluntad de cada Estado nación, siempre se ha estimado necesaria una estructura política mundial que los comprometa como solución a la falta de respeto de los Derechos Humanos. Pero, ay… todo hombre que alcanza el poder tiende a abusar de él, que dijo Montesquieu. Hace falta un poder que frene al poder, dicen los padres de la idea de separación de poderes. Y ese complejo mundo de las ciencias políticas se devana los sesos buscando la solución al problema de la convivencia humana. El universo se sostiene sobre una tortuga; ¿y la tortuga? Pues, hombre, sobre otra tortuga…

Arendt nunca creyó en el éxito de esta idea. Detrás de todo poder, hay seres humanos. La universalidad de los derechos está condenada a fracasar por la fragilidad, la accidentalidad e imprevisibilidad de la condición humana y, por consiguiente, de las instituciones en que se desenvuelve y expresa tal condición.

La crítica de Arendt se resume, en palabras de Honkasalo, en que:

…aferrar los derechos humanos a una estructura que en cualquier momento puede abandonar a estos mismos derechos –que sin embargo prometió garantizar a todos los seres humanos—, es un peligro para la democracia. Lo que esto significa es que los derechos deben ser tomados como productos de los discursos humanos que tienen un trasfondo histórico y un contexto específico, no como manifestación entregada por Dios o por cualidades naturales.

Al respecto, cuenta Slavoj Zizek en Viviendo el final de los tiempos que fue Confucio “el primero en bosquejar claramente lo que se tiene la tentación de llamar el escenario elemental de la ideología”, esto es, el mito por el que se legitima un nuevo sistema de poder:

…consiste en reivindicar la autoría (sin nombre) de alguna importante tradición. Se hacía referencia a un tiempo original en el que esta tradición todavía reinaba por completo […], en contraste con el periodo actual, que aparecía como el tiempo de la decadencia, de la desintegración de los lazos sociales orgánicos, de la creciente brecha entre las cosas y las palabras, entre los individuos y sus títulos o papeles sociales.

Pero esta alusión a la tradición suele ser una creación más que una transmisión, “una necesaria ilusión estructural” que haga referencia a un orden natural superior sobre el que sustentar las acciones de los hombres.

Este mandato está basado en la idea de que el Cielo está ante todo preocupado por el bienestar de los humanos y de la sociedad humana; para poder alcanzar ese bienestar el Cielo instituye el gobierno y la autoridad. El cielo da su mandato a una familia o a un individuo para que gobierne sobre otros seres humanos con justicia e imparcialidad; los gobernantes tienen que hacer que el bienestar de su pueblo sea su principal preocupación. Cuando los gobernantes o una dinastía fracasan en gobernar de esta manera, el Cielo acaba con su mandato y se lo otorga a otro.

Los legalistas chinos, por su parte,

…ya formularon una visión que más tarde propondría el liberalismo, es decir, una visión del poder del Estado que, en vez de descansar en las costumbres y convenciones del pueblo, le somete a un mecanismo que hace que sus mismos vicios trabajen a favor del bien común.

Así, si el hombre es malo por naturaleza, esa maldad innata es la que permite endurecer el sistema de leyes y justificar la acción totalitaria. Además, el sistema legal será siempre tan complejo que permite tomar, sin posibilidad de enmienda, la decisión más conveniente desde el punto de vista del gobernante.

En resumen: la verdad de la ideología no cuenta; lo importante es “cómo funcionan los mitos y rituales ideológicos, su papel para mantener el orden social”.

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El orden se basa, desde el principio de los tiempos, no tanto en la distinción entre lo que está permitido y lo que está prohibido como en la regulación de tales prohibiciones, de manera que siempre habrá excepciones por las cuales justificar, conforme a la ley, la violación de la ley.

Para ponernos más cultos si cabe, Zizek recurre a Santo Tomás para explicar lo dicho. Se trata de la “universalidad con excepciones”, mediante la cual se busca resolver la brecha entre la ley universal y su aplicación concreta.  La universalidad, al ser abstracta, tiene que ser tergiversada para servir al pragmatismo de las circunstancias particulares. Por ejemplo, para resolver la contradicción entre la sociedad feudal y las enseñanzas cristianas:

La solución de Tomás de Aquino era que aunque en principio la propiedad compartida es preferible, eso solo se aplica a humanos perfectos; para la mayoría de nosotros, que habitamos en el pecado, la propiedad privada y la diferencia de riqueza son naturales e incluso es pecaminoso reclamar el igualitarismo o la abolición de la propiedad privada en nuestras sociedades, esto es, pedir para gente imperfecta lo que solamente corresponde a la gente perfecta.

Hegel, por su parte, hablaría de “universal concreto”, concepto que, señala Zizek, difiere del “universal con excepciones” en que, mientras éste es una cuestión de imposibilidad de aplicación de lo abstracto, aquél evoca de forma sutil que hay algo erróneo en el universal que exige su modificación. Por ejemplo, en el caso de la pena de muerte como ley permitida en sistemas legales del “primer mundo” civilizado, pero que no es aplicada gracias a infinidad de prerrogativas que permiten escurrir el bulto y no tocar el principio abstracto que la legitima.

Así, observamos dos aspectos de una misma imposibilidad: la “universalidad con excepciones” tomista justifica la defensa de la ideología establecida a pesar de su inviabilidad, mientras que el “universal concreto” está tomado desde una perspectiva crítica, una conciencia del error inmanente a la ideología.

Todo lo dicho se resume en que toda sociedad, organizada inevitablemente bajo una ideología, incluida la ideología que pretende no ser una ideología, necesita su código oculto, sus leyes no escritas, brutales y despiadadas que todos conocen pero nadie reconoce, que son las que realmente hacen funcionar la sociedad y permiten desde  la sombra que perviva la fantasía de valores en cuestión.

La época del terror que sucedió a la Revolución francesa es un ejemplo de la incapacidad para trasladar la universalidad abstracta a circunstancias concretas; cualquier intento deriva en furia autodestructiva al comprender su impotencia.

De hecho, la advertencia de Arendt en Los orígenes del totalitarismo es que todo buen sistema totalitario se reconoce por su empeño en suprimir las diferencias y las contingencias humanas en nombre de la seguridad nacional y el bienestar del orden establecido, o establecido por el orden, pues esta parece la única vía de incluir los ideales en el plano de esta nuestra materia.

Aquí cabe incluir uno de esos chistes populares a los que recurre habitualmente Zizek: Se dice que Lenin pregunta: “¿Qué nos pasará si fracasamos?”; a lo que Trotsky, responde: “¿Y qué sucederá si triunfamos?”.

Y es que todo gran relato sobre la historia –cristiano, liberal, hegeliano, marxista, fascista—no es más que un intento por hacerse cargo de la complejidad del mundo y orientar su explicación hacia los fines de unos intereses concretos, escribe Sloterdijk en En el mundo interior del capital

El estado del bienestar tranquilizó al ser humano y le hizo creer que había progresado en eso de la ética y el respeto por la vida y tal. No se daba cuenta, hasta ahora, que sólo el excedente, las sobras, los desperdicios de la acción del progreso, era lo que permitía mantener la ilusión.

Sin ese excedente, regresa la cruda verdad. No se trata de que en tiempos de crisis esté o no esté todo permitido. En realidad, siempre estuvo permitido todo. Es solo que, por estos lares, se podía disimular. Como escribe Arendt en Los orígenes del totalitarismo:

Ninguna paradoja de la política contemporánea se halla penetrada de una ironía tan punzante como la discrepancia entre los esfuerzos de idealistas bien intencionados que insistieron tenazmente en considerar “inalienables” aquellos derechos humanos que eran disfrutados solamente por los ciudadanos de los países más prósperos y civilizados y la situación de quienes carecían de tales derechos.

Al final, “la única “reconciliación” entre lo universal y lo particular es la de la excepción universalizada: solamente la postura que vuelve a formular cada caso particular como una excepción trata todos los casos particulares sin excepciones”. Toda ideología está condenada a fracasar por naturaleza puesto que es la relación entre individuos la que define las relaciones concretas, no los universales de la ideología.

Probablemente, el generalizado menear la cabeza en alusión a las deficiencias del personal político oculta un descontento global que aún no ha tomado forma: apostaría directamente a que se trata de los estados aurorales de una toma de conciencia de alcance mundial sobre insuficiencias antropológicas.

[...] Se debería examinar si la censura crónica a la clase política no será la proyección de un malestar general de la cultura mundial, sólo que cristalizado ante la prominencia política.

(Sloterdijk, En el mismo barco)


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