Revista Cultura y Ocio

La invasión de las cabras

Por Calvodemora
La invasión de las cabras
            Cabras abrevando en la piscina privada del Hotel Refugio Alamut, Valle de Abdalajis,                                                                                                                                     Málaga


A veces la naturaleza toma partido, se embravece, cobra el peaje por la afrenta que el hombre le causa cuando le socava la tierra y le quema los árboles. Ni siquiera el aire permanece indemne. Tampoco el agua, que ha enfermado. La vida salvaje, la que no se ha dejado domesticar, padece al ser humano, que es una criatura interesadamente invasiva.  Por eso un día bajaron las cabras al hotel. No creo que fuese una decisión mesurada, tomada la noche de antes, viendo el panorama, comprendiendo la gravedad del asunto. Simplemente bajaron, admiraron la extensión limpia de agua y hocicaron la testuz para abrevar el agua sagrada. En otras ocasiones, en televisión, nos ofrecen imágenes de lobos que han bajado a los pueblos o de osos deambulando por las calles en poblaciones de alta montaña. Quizá estas anomalías, que no suceden casi nunca, que sabemos que no sucederán con frecuencia en el futuro, evidencien el deterioro de la naturaleza, el deterioro que nosotros le estamos causando. Nos equivocamos al pensar que vivimos en nuestras casas, confortablemente instalados en nuestro salón, cubiertos de los lujos que nos hemos agenciado para hacer esa residencia más habitable y que la vida en ella sea más placentera. Vivimos en la tierra, somos como esas cabras que arriesgan su bienestar en las cumbres para saciar la sed. No sé a qué piscina acudiremos nosotros cuando esa sed u otra cualquiera nos atenace, no sé qué recurso usaremos para sobrevivir. Tenemos los humanos algo que de lo que los animales carecen: tenemos la facultad de la prevención. Podemos pensar en qué pasará mañana y cuidar de que todo responda cuando esa hipótesis de futuro irrumpa y confirme las sospechas que vaticinamos. De hecho estudiamos para adquirir conocimientos y competencias que nos permitan conseguir un buen trabajo, organizamos nuestras vacaciones meses antes para que sean más baratas o inventamos el ajedrez, que es un juego donde importa lo que no ha sucedido, más que lo que está pasando o lo que ocurrió. En lo que no somos inteligentes, en lo que fallamos estrepitosamente, es en cuidar la madre tierra, en respetarla, en organizar el futuro de modo que su salud, la de la tierra, sea la conveniente. Duele que se la queme, duele que el fuego la reduzca a la ceniza gris de nuestra incompetencia absoluta. 
Al final las cabras entrarán en nuestro domicilio, buscarán lo que les robamos. Será un sencillo acto de guerra o una venganza. Al final tendremos lo que nos merecemos. Somos ciegos o torpes o, peor, malos. La nuestra es una maldad consciente. Ya existen suficientes voces de socorro y se han levantado los suficientes protocolos (todos más o menos baldíos) para que los Estados se ocupen de los campos y de los mares y no atiendan únicamente la subida de los precios o la precariedad laboral o los dispositivos antiterroristas, y ninguna de esas obligaciones puede ser desdeñada o rebajada por ocuparse de la ecológica. Dejaremos el caos a nuestros hijos. Su herencia será la más triste, si es que alguna hubiera.

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