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La invención de los derechos humanos (2007), de lynn hunt. empatía y humanitarismo.
Publicado el 14 octubre 2013 por MiguelmalagaHoy día, afortunadamente, se habla mucho de derechos humanos y de su transcripción en las distintas constituciones nacionales como derechos fundamentales. Hay organizaciones internacionales muy populares, como Amnistía Internacional, que dedican sus esfuerzos a que la Declaración Universal de Derechos Humanos no sea únicamente una declaración de intenciones, sino un texto directamente aplicable a todos los habitantes de este planeta. Después de todo, la mayoría de nosotros podemos considerarnos afortunados de haber nacido en un país occidental en esta época en la que al menos la pena de muerte está en franco retroceso, no se tortura públicamente a los individuos y no existe la esclavitud. Al menos formalmente. Bien es cierto que queda mucho por hacer, pero si viajamos al siglo XVIII, donde comienza el libro de Hunt, podremos asomarnos a una sociedad con unos valores muy distintos a los actuales. En aquellos años todavía era habitual que se torturara al reo de un delito para que confesara (torturas que estaban perfectamente reglamentadas) y que, una vez condenado, se le ejecutara en público de la forma más atroz. La gente asistía a estas ejecuciones con un espíritu festivo, celebrando la contundencia de la justicia del rey y burlándose del prisionero. Solo intelectuales como Voltaire protestaban de manera contundente contra la tortura a través de escritos como Carta sobre la tolerancia, que denunciaban una situación sobre la que había empezado a reflexionar el pueblo en la década de 1760.
Pero la concienciación de las clases más bajas llegaría de una manera insospechada. Según la brillante tesis de Hunt, fueron novelas epistolares como Julia o la moderna Eloísa, de Jean Jacques Rousseau o Pamela, de Samuel Richardson las que hiceron el pequeño milagro de que la gente común comenzara a experimentar un sentimiento que hasta entonces solo se circunscribía al ámbito de las relaciones más cercanas: la empatía. La experiencia de la lectura de estas cartas ficticias tenía un efecto conmocionador en los sentimientos de los lectores: se producía una plena identificación con las protagonistas de las desgracias que se narraban en ellas y este sentimiento se extendía al resto del género humano. Poco a poco se iba comprendiendo que todo el mundo tiene unas aspiraciones a la felicidad parecidas. Este humanitarismo en ciernes se extendió también hacia la crueldad de la tortura judicial, pues lo que hasta ese momento era celebrado como justo poco a poco se va transformando en algo intolerable, porque el testigo había adquirido la capacidad de ponerse en el lugar del otro y se imaginaba sintiendo los mismos tormentos en sus propias carnes, utilizando la misma imaginación con la que se había compadecido de los personajes de las novelas antes citadas. Todo esto coincidía con una época de refinamiento social, de una mayor atención al conocimiento, en lo que había ido trabajando poco a poco el movimiento ilustrado:
"Podría parecer exagerado asociar el hecho de sonarse la nariz con un pañuelo, encargar un retrato, escuchar música o leer una novela a la abolición de la tortura y la moderación del castigo cruel. Sin embargo, la tortura legalizada no desapareció simplemente porque los jueces renunciaran a ella o los escritores de la Ilustración se posicionasen en contra. La tortura desapareció porque el marco tradicional del dolor y la individualidad se deshizo y, poco a poco, dio paso a un nuevo marco en el que los individuos eran dueños de sus cuerpos, tenían derecho a su independiencia y a la inviolabilidad corporal, y reconocían en otras personas las mismas pasiones, sentimientos y compasión que ellos mismos albergaran."
El concepto de derechos del hombre procede de algo tan difuso como el derecho natural, un término que popularizó Hugo Grocio en 1625 entre los pensadores de la época. El derecho natural es algo que existe antes del derecho positivo, una especie de normativa perfecta que debería aplicarse como fundamento de la existencia de todos los hombres. De ahí derivó la expresión derechos del hombre, como un intento de que estos derechos naturales derivaran en algo tangible, unas normas universales que se basarían en la empatía y la compasión humanas, desterrando las relaciones de poder y los usos judiciales imperantes hasta entonces. La primera consecuencia moderna de todo esto fue la Declaración de Independencia de Estados Unidos, que pone énfasis en la igualdad, en la libertad y en la felicidad del género humano. Resulta paradójico que la monarquía francesa se endeudara para financiar la rebelión norteamericana contra el enemigo inglés y después este endeudamiento fuera una de las causas principales del malestar que derivó en la revolución francesa, de la que surgió casi de inmediato la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano.
Después de la derrota de la Napoleón se produjo una reacción generalizada contra el concepto de derechos humanos, marcada por el auge del nacionalismo. El nacionalismo solía ser una doctrina excluyente, que sacrificaba los derechos individuales en pos del concepto de patria, una especie de madre por la que cada ciudadano tenía el deber de sacrificarse. Al dividirse Europa en una serie de Estados-nación surgieron nuevos conflictos, en parte derivados de las minorías étnicas que quedaban formando parte de estas nuevas entidades y que en muchas ocasiones eran discriminadas. Los nuevos Estados se cerraban sobre sí mismos, surgían las primeras leyes contra la inmigración y, lo que es peor, el racismo y la xenofobia adquirían un prestigio científico, surgiendo en su seno cientos de obras y panfletos que pretendían demostrar la preponderancia de unas naciones sobre otras, la superioridad de la raza blanca y la del hombre sobre la mujer:
"El epítome del género racial se encuentra en la obra de Arthur de Gobineau "Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas" (1853-1855). Utilizando una mezcla de argumentos sacados de la arqueología, la etnología, la lingüistica y la historia, el diplomático y hombre de letras francés argumentó que la historia del género humano estaba determinada por una jerarquía racial de base biológica. En el nivel más bajo se hallaban las razas de piel oscura, que eran más animalescas, nada intelectuales e intensamente sensuales.; a continuación venían las razas amarillas, que eran apáticas y mediocres pero prácticas; y en lo más alto estaban los pueblos de raza blanca, que eran perseverantes, intelectualmente enérgicos e intrépidos y compaginaban "un instinto extraordinario del orden" con un "pronunciado gusto por la libertad". Dentro de la raza blanca imperaba la rama aria. "Todo lo grande, noble y fructífero de los trabajos del hombre en esta tierra, en la ciencia, el arte y la civilización, procede de los arios", fue la conclusión de Gobineau."
A través de toda esta basura teórica, que hacía fortuna en demasiados círculos intelectuales, se justificaba la esclavitud, el colonialismo y sembraba la semilla de nuevos conflictos. El pensamiento de Hitler, por ejemplo, es hijo de este clima intelectual, de estas apelaciones a la raza superior. Bien es cierto que estas ideas fueron en parte contrarrestradas por la pujanza de movimientos como el del abolicionismo, que acabó triunfando en casi todo el mundo en la segunda mitad del siglo XIX. Todo ello derivó en las dos guerras mundiales: la primera, provocada por las tensiones nacionalistas en Europa y la rivalidad imperialista en África. La segunda, como una especie de revancha de la primera, fundamentada en la superioridad de la raza aria que debía, según doctrina de Hitler, expandirse hacia el este aplastando a los eslavos inferiores y exterminar a los judíos, a los que no se consideraba seres humanos, sino parásitos. No es extraño que después de tanto espanto, el fin de la guerra coincidiera con un nuevo auge del movimiento por los derechos humanos, que derivó en la aprobación de la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948, que durante las últimas décadas se ha invocado repetidamente cada vez que una nación ha abusado de sus propios ciudadanos.
Aunque es evidente que, en las circunstancias actuales, el ideal de 1948 está todavía muy lejos de realizarse, sí que es cierto que se ha avanzado muchísimo. Desgraciadamente sigue habiendo guerras, abusos y limpieza étnica pero, como asegura Steven Pinker en el libro Los ángeles que llevamos dentro, el ser humano lleva siglos experimentando un descenso en la cultura de la violencia, aunque en ocasiones ésta vuelva a brotar de una manera brutal (después de unos siglos XVIII y XIX relativamente pacíficos en comparación con los anteriores, el siglo XX fue devastador en este sentido), algo muy esperanzador que se asocia al desarrollo de la empatía.
La invención de los derechos humanos es un ensayo lleno de ideas originales y muy bien desarrolladas. Personalmente, la que más me fascina es la capacidad de la literatura para realizar nada menos que la tarea de cambiar el cerebro humano y hacer germinar en él la idea de la compasión por el otro, por el diferente, por aquel que creíamos que nada tenía que ver con nosotros. Se trata de uno de los más hermosos ejemplos acerca de la misión de los libros de emancipar al género humano de dos formidables enemigos: la intolerancia y la superstición.