Me pregunto si tendremos la suerte de, en unos años, disfrutar de una novela y una película, que de voz a las víctimas de la crisis económica de principios de este siglo XXI. Mientras esperamos, podemos leer y ver Las uvas de la ira, esa historia de carretera, de emigración, de pobreza, que escribió el Premio Nobel de Literatura John Steinbeck y que, para nuestra desgracia, 75 años después, pasma por su actualidad. Personas que pierden sus casas por orden de los bancos, familias enteras que se encuentran con problemas para dar de comer a todos sus miembros en condiciones, hombres y mujeres que emprenden viaje para conseguir un futuro mejor, racismo, miedo, violencia… no sé si les suena todo esto…
Steinbeck lleva a la primera fila a los olvidados, a quienes, en plena Depresión en Estados Unidos, se ven obligados a malvender sus pocas pertenencias para poner rumbo a la tierra prometida, en este caso California, donde ya hay más jornaleros que trabajo. Surge entonces el abuso de los poderosos hacia los que padecen hambre. Y la ira se va forjando en quienes ya lo único que tienen por defender es la dignidad. Una obra de estas características, donde el dolor, la desgracia y la miseria se combaten con la fuerza del grupo unido, era de difícil adaptación al cine. Pero el mítico John Ford consigue que la versión cinematográfica sea también digna, que refleje la fermentación de la ira, aunque tenga que dejar en el camino parte del viaje que la familia realiza en la novela, y también una buena cantidad de sus frustraciones y desgracias. Con esto quiero decir, que las calamidades en la novela superan en número a las que Ford pudo representar en dos horas de película. Del largometraje, destacan las interpretaciones de Henry Fonda y de Jane Darwell, matriarca cuyo rostro está surcado de las arrugas de un sufrimiento inmenso, que se maquilla con la fuerza, con la furia, con la ira de una leona que busca alimentar a sus cachorros. En este caso, merece leer la novela y después ver la película, aunque en la primera encontrarán más ira, más frustración y más conciencia de clase que en el largometraje, porque a veces las imágenes no pueden transmitir lo que dicen mil palabras.