A la dicha del reencuentro con las amadas series televisivas de nuestra infancia sucede la congoja de constatar que nada es como fue y que la fascinación se ha evaporado de nuestros ojos, secándonos la retina. En el lugar en el que distinguíamos maravillas, encontramos ahora nombres, filmografías, movimientos de cámara, ajustados presupuestos y un montón de fórmulas trilladas, archisabidas hasta el hartazgo. Al almirante Nelson, Richard Basehart, no tenemos más remedio que colgarle la etiqueta de actor “felliniano y berlanguiano”, a su lugarteniente, el capitán Crane, David Hedison, le reconocemos como el genuino “hombre-mosca” del cine (con permiso de Harold Lloyd y de su sucesor, el imposible Jeff Goldblum), al artífice de la serie, el productor Irving Allen, le reconocemos por su larga trayectoria, emparentado siempre con las fugas a la fantasía más doméstica. Donde veíamos aventuras y personajes, distinguimos ahora argumentos y asalariados. Nos hemos vuelto, no sabios, sino resabiados, y no somos capaces de disfrutar de lo que nos deleitó cuarenta años atrás.Arrebatadas a la ávida mirada infantil y entregadas a la escrutadora y fatigada contemplación del adulto, las viejas ficciones televisivas quedan despojadas de su original naturaleza mágica y revelan su cálculo, su artificio y su utilitarismo. La decepción es tan previsible como gratuita y fatal.Con ocho o diez años la ilusión nos permite cabalgar hasta el rancho Shiloh, ponernos a las órdenes de Eliott Ness para acabar con el crimen organizado de la ciudad de Chicago, aliarnos con los hermanos Cartwright en una pelea a puñetazos, perdernos en el espacio con la familia Robinson, confundir a los Jackson Five con los Globbe Trotters, afrontar una misión impoble, enrolarnos en el Seaview y desgañitarnos cantando que “todo lo que necesitas es amor”, porque con esa edad todo es posible y todo está por descubrir. No pasa mucho tiempo hasta que la ilusión se desvanece y llega el conocimiento, la incomprensión y la renuncia.
