Cuentan los hombres dignos de fe (pero Alá sabe más) que en los primeros días hubo un rey de las islas de Babilonia que congregó a sus arquitectos y magos y les mandó a construir un laberinto tan perplejo y sutil que los varones más prudentes no se aventuraban a entrar, y los que entraban se perdían. Esa obra era un escándalo, porque la confusión y la maravilla son operaciones propias de Dios y no de los hombres.
Jorge Luís Borges – Los dos reyes y los dos laberintos.
Este texto no contiene spoilers sobre The Witness.
El laberinto simbólico
Los hay de diversas formas y tipos, con caminos sinuosos o con bifurcaciones falsas; el objetivo de algunos es encontrar la salida y el de otros llegar al centro, pero todos los laberintos tienen algo en común: el hombre ha encontrado desde siempre una fascinación por este tipo de lugares en los que perderse, física y espiritualmente.
Encontramos laberintos construidos o representados en prácticamente todas las culturas humanas desde tiempos inmemoriales; los podemos ver grabados en piedra desde la prehistoria, quizás como símbolo de protección o parte de algún rito iniciático. Más tarde, en la Egipto imperial, se dice que existía una construcción laberíntica tan inmensa que a su lado las pirámides quedaban eclipsadas. También las leyendas hablan de enormes laberintos en Babilonia, y por supuesto en la Creta minoica, cuyo enorme palacio de Cnosos, en el que las habitaciones conectaban unas con otras, inspiró el célebre mito del minotauro y el laberinto, del cual Teseo pudo escapar tras matar al monstruo, gracias al hilo de Ariadna.
El mito griego se conserva hasta nuestros días en el imaginario colectivo gracias a que fue apropiado por el cristianismo en un ejercicio de sincretismo habitual en las conquistas religiosas y culturales. El minotauro fue sustituido por Lucifer y Teseo por Jesucristo, el laberinto era el elemento que simbolizaba la compleja lucha de la luz contra la oscuridad. Además el cristianismo otorga otro significado al laberinto, como metáfora del camino que el fiel debe recorrer hasta alcanzar la Jerusalén celeste, evitando perderse en las bifurcaciones del pecado. Por eso no es extraño encontrar laberintos representados en templos cristianos, el más famoso de todos quizás sea el impresionante laberinto de la catedral de Chartres.
Laberinto de la catedral de Chartres.
Quizás nos obsesionen los laberintos por esta idea simbólica que tenemos de la vida como un camino sin señalizaciones que tenemos recorrer, repleto de dudas y complicaciones que solventaremos con una mezcla de ingenio y suerte hasta encontrar el final o encontrarnos a nosotros mismos. O quizás simplemente nos fascinan porque nuestro cerebro está programado para resolver problemas y disfrutar en el proceso, como demuestra la dimensión lúdica que tuvieron los laberintos en los jardines ingleses y franceses de la cultura del barroco.
Y así llegamos a The Witness, un videojuego que se nos presenta como un magnífico y complejo meta-laberinto. Laberinto personal de su creador, Jonathan Blow, durante los largos ocho años que ha tardado en terminar el desarrollo. Laberinto espacial, pues el escenario en el que se desarrolla el juego es el de una isla de mundo abierto que nos ofrece aparente libertad de movimiento, pero tendremos que encontrar el desafiante camino que conduce hasta su núcleo y final, revelando muchos de sus secretos. Laberinto lúdico, ya que los cientos de monitores con laberintos para resolver son casi la única mecánica a la que nos enfrentaremos durante nuestro tiempo de juego. Y laberinto argumental, pues al igual que hace el escritor protagonista del célebre relato de Borges El jardín de los senderos que se bifurcan, Jonathan Blow ha creado un juego en el que historia y laberinto son la misma cosa.
Ts’ui Pên diría una vez: Me retiro a escribir un libro. Y otra: Me retiro a construir un laberinto. Todos imaginaron dos obras; nadie pensó que libro y laberinto eran un solo objeto.
Jorge Luís Borges – El jardín de los senderos que se bifurcan.
El arte por el arte
Se preguntaban los artistas del romanticismo si era posible el «arte por el arte», un arte sin ataduras morales, con valor por sí mismo, y con el exclusivo y hedonista objetivo de despertar el placer estético en el espectador. El videojuego es una de las expresiones culturales más libres a la hora de poder independizarse de todo aquello ajeno a su esencia; lo lúdico, sin embargo pocas veces lo logra con éxito. Los primeros videojuegos se limitaban a sus mecánicas, por evidentes limitaciones técnicas, pero a día de hoy, pocos son los juegos que sepan mantener el interés sin recurrir a elementos de otros medios, como la literatura (introduciendo narraciones), el cine (cinemáticas) o la música (las bandas sonoras). Los videojuegos contemporáneos, a excepción de algunos géneros más orientados a la escena competitiva, introducen todos estos recursos, enriqueciendo el producto final en una suerte de “arte total” que engloba todas las expresiones artísticas, lo cual lo hace tremendamente interesante.
Pero igualmente interesante resulta la propuesta de Blow al crear un juego diseñado por sustracción que reduce la experiencia lúdica a la mínima expresión. En The Witness el jugador comienza abruptamente en medio de una isla laberíntica, repleta de otros cientos de pequeños laberintos que resolver y otros tantos secretos ocultos. No sabemos cómo hemos llegado allí, ni quién construyó los puzles en la isla, ni el objetivo de los mismos. Ningún mapa nos indicará dónde estamos, ningún icono parpadeante nos mostrará nuestro próximo destino, ninguna cinemática nos explicará lo que tenemos que hacer, ninguna banda sonora condicionará nuestro estado de ánimo. Todo dependerá exclusivamente de nosotros, de nuestra capacidad innata para explorar y resolver problemas.
Es cierto que existe un argumento subyacente en The Witness que nos habla del subconsciente, los sueños, la inteligencia y la creatividad humanas o de diferentes escuelas de pensamiento que interpretan la realidad de forma distinta. Pero esta historia no forma parte de nuestra experiencia principal como jugadores, ni siquiera hace referencia a la historia del personaje que encarnamos, sino que son simples retazos opcionales (a modo de notas de audio y clips de vídeo) que nos hablan de una historia muy anterior a la nuestra, la historia de la isla, de forma sibilina y muy fragmentada.
El caso de las estatuas es un claro e interesantísimo ejemplo. A lo largo de todo el escenario nos encontramos con una serie de esculturas antropomórficas cuyo origen o significado real desconocemos. Pero eso no las convierte en meramente decorativas, la mayoría nos regala algún ingenioso juego de perspectivas que nos indica que la realidad nos ofrece diferente información en función del ángulo con el que la miremos. Algunas juegan también con la sombra, como aquella en la que un hombre trata sin éxito de alcanzar un cáliz. Si nos fijamos en su sombra vemos que sí parece tenerlo en las manos. Es quizás una referencia platónica, a una verdad pura que se encuentra más allá de las apariencias, o quizás un pista al sol y su importancia en el juego, o quizás nada de lo anterior. Todo el aparente argumento en The Witness es ambiguo, no parece tener sentido, sino estar conscientemente abierto a que nosotros lo interpretemos.
El núcleo de The Witness se centra en lo lúdico, en su capacidad para apelar a nuestros distintivos mecanismos evolutivos que nos hacen únicos a la hora de resolver problemas, reconocer patrones y adaptarnos al entorno. Del sudoku al ajedrez, de Tetris a Portal, los humanos disfrutamos jugando con puzles como los pequeños leones juegan entrenando sus habilidades de caza, la resolución de problemas es nuestro mecanismo de supervivencia. Jonathan Blow trata al jugador como un ser inteligente y deja en su mano descubrir todo el vasto escenario de su isla misteriosa. El reto puede parecer intimidante en un principio, pero la excelencia con la que está diseñado cada centímetro del escenario, cada puzle, hace que no sea frustrante en ningún momento.
Jugar a The Witness significa explorar, curiosear, ir de un panel a otro intentando resolver los laberintos. Si alguno se nos resiste lo mejor es dejarlo y seguir explorando, pues en otra parte de la isla habrá un laberinto similar, pero simplificado, dispuesto para enseñarnos las reglas concretas para ese tipo de puzles. Así, la experiencia del jugador se convierte en una deriva por la isla (cuyo mapa iremos construyendo en la cabeza hasta conocerlo como la palma de nuestra mano), y en una sucesión de pequeñas epifanías, momentos en los que nuestra cabeza conecta por sí sola los puntos y descubre la solución al puzle que tenemos delante y al mismo tiempo al que dejamos atrás hace un par de horas. No hay sensación más gratificante.
A medida que juguemos más y más, iremos entendiendo mejor sus mecánicas, la curva de aprendizaje es exponencial, aunque la sensación de reto es constante. The Witness nos enseña a mirar, a estudiar en entorno y usarlo en nuestra ventaja, una habilidad innata en el ser humano pero que actualmente tenemos mermada al limitar gran parte de nuestra interacción con la realidad a la mediación a través de pantallas. Irónicamente en el juego también interactuamos con pantallas, hasta que descubrimos que el contexto influye en ellas y viceversa, por lo que nos veremos obligados a utilizar nuestro pensamiento lateral y ampliar nuestro foco de atención a todo aquello que nos rodea. Esta salida y entrada a la pantalla se extiende también al mundo real del jugador, ya que en muchas ocasiones nos encontraremos pensando y resolviendo mentalmente algún puzle concreto mientras nos duchamos o fregamos los platos, o utilizando la cámara del móvil o lápiz y papel para ayudarnos con algunos de los retos:
The Weird Things People Do While Playing The Witness: http://kotaku.com/the-weird-things-people-do-while-playing-the-witness-1761144296
La potencia conceptual de The Witness es tal que incluso nos hará percibir nuestro entorno inmediato con las mismas reglas del juego, en un ejercicio de paranoia e identificación que no recuerdo haber experimentado con ningún otro videojuego. Aquí podemos ver algunos ejemplos de otros jugadores: People Can’t Stop Seeing The Witness’ Puzzles, Even In The Real World y aquí está mi propia experiencia:
Me acabo de dar cuenta de que la puerta de mi casa tiene el mismo puzzle que la primera puerta de #TheWitness pic.twitter.com/rny9bEC3zt
— Jorge D. Villamiel (@sickmonkeys) February 17, 2016
En un contexto repleto de juegos que infravaloran las capacidades intelectuales de los jugadores y se empeñan en llevarles de la mano con títulos que parecen tutoriales de cuarenta horas, el planteamiento de Jonathan Blow resulta liberador y provocador al mismo tiempo. Pocos juegos han sabido despertar la curiosidad y la satisfacción del jugador de forma más directa, respetando su tiempo y valorando su inteligencia. Pocos han sabido apelar a la condición humana a partir de lo meramente lúdico.
The Witness es un punto y aparte en la industria del videojuego, una obra de arte en el sentido de ofrecer más preguntas que respuestas, generar una experiencia única y subjetiva en cada jugador y al mismo tiempo expresar de forma contundente la personalidad del autor. The Witness es un artefacto cultural que apela a lo humano como quizás pocos videojuegos han logrado en el pasado, pero también es una obra tremendamente personal. Adentrarnos en la isla de The Witness es, entre muchas otras cosas, sumergirnos en la mente de Jonathan Blow.
Dejadme coger mis defectos más profundos y vulnerabilidades y ponerlas en el juego.
Jonathan Blow
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