Sergio Olalla – La Haya 06/02/2015
El gran logro de los últimos dos siglos de aquellos que quieren mantener sus privilegios ha sido disfrazar sus intereses bajo los principios de la corriente liberal. De este modo, capitalismo de amigos, clientelismo y nepotismo se han asociado a una corriente que nada tiene que ver con ello.
La consecuencia directa es que cualquier medida o idea que se pueda calificar de liberal ya parte de una derrota terminológica. Esta batalla sobre el lenguaje y el imaginario colectivo es una preocupación que aparece desarrollada en la teoría de la hegemonía gramsciana y que tiene como principal solución una mente crítica abierta al matiz y a la duda.
Esa misma batalla por el lenguaje y el imaginario colectivo es la que también determina la concepción que tenemos del espectro político en un eje izquierda – derecha. La izquierda, a pesar de haberse asociado últimamente sólo al socialismo, tiene un origen algo diferente. La concepción izquierda-derecha política se establece en la Revolución Francesa, donde los que se sentaban en la asamblea a la derecha del rey querían mantener la monarquía, mientras que los que se sentaban a su izquierda pedían un cambio profundo del Antiguo Régimen. La derecha estaba representada por aquellos que defendían una postura conservadora que no amenazase sus privilegios, mientras que la izquierda denunciaba una aristocracia aferrada al poder. No resulta extraño por lo tanto que en la izquierda estuvieran liberales, como Tocqueville o Bastiat, unidos junto a los socialistas en un mismo proyecto, el del progresismo.
Haciendo un muy breve recorrido por algunos autores del liberalismo podemos ver también como sus ideas, en un eje izquierda – derecha, estarían más cerca de la primera que de la segunda.
Adam Smith, padre del capitalismo, explica en La Riqueza de las Naciones su idea de libre mercado. En ella, el Estado intervendría para asegurar la competencia perfecta basada en una igualdad de oportunidades. La defensa de este tipo de competencia aparece como rechazo a las prácticas monopolísticas, ya sean estatales –por las amplias posibilidades de acabar favoreciendo al sector privado– o por el propio sector privado. Smith muestra también su preocupación por las clases más bajas advirtiendo de la necesidad de proteger el capitalismo de los capitalistas, puesto que los empresarios, en un acto de interés individual, intentarían buscar una legislación en su favor que haría que el libre mercado dejase de ser libre.
Stuart Mill, en Sobre la Libertad, reflexiona sobre las aspiraciones de un Estado y sus individuos dando una gran importancia a la educación como forma de desarrollo y elevación intelectual. Su reflexión es que un Estado que empequeñece a sus hombres para que sean dóciles, acabará entendiendo que, con hombres pequeños, nada grande puede ser realizado.
Friedrich Hayek, personificación para algunos del neoliberalismo, dice en Camino de Servidumbre que un Estado debería tener un comportamiento hacia el individuo como un jardinero hacia su planta, dándole las condiciones perfectas para que ésta crezca por su cuenta. Hayek, respecto a la intervención estatal, y en la misma línea que Adam Smith, muestra un frontal rechazo al concepto de laissez faire en la economía, remarcando la importancia de que el Estado intervenga para que haya verdadera competencia perfecta y así, las circunstancias del crecimiento del individuo, como las de la planta, sean óptimas.
En resumidas cuentas, el liberalismo que proponen aboga por el premio al esfuerzo una vez que todos hemos partido desde la misma base. Un liberalismo en el que prima la competencia, en el que hay que ofrecer un mejor servicio que el vecino y en el que el cliente tiene poder de decisión. Si el cliente demanda una oferta que haga bien a la sociedad, la oferta se adaptará al cliente. Si el poder es económico, el voto para dar ese poder es cada decisión diaria en el mercado.
Aunque no sean todo lo relevantes que deberían ser, las asociaciones de consumidores están creciendo en afiliación. Estas exigen a la oferta productos de calidad, de poco impacto ambiental, con garantías postventa y con un precio asequible. Con una demanda competente, racional y responsable, la oferta que más poder tiene debería ser la que más hiciese bien a la sociedad, la que supiera hacer más con menos para así beneficiar al consumidor. Si asumimos que la demanda no tiene esas características, entenderemos por qué los mercados son irracionales y, por tanto, cómo solucionarlo.
Cuando el liberalismo aparece enfrentado al socialismo suele aparecer por la dicotomía entre derechos individuales y colectivos. Las fronteras entre ambos son difusas si observamos que la mayoría de derechos individuales sólo los podemos ejercer si los tiene nuestro entorno y la mayoría de derechos colectivos los ejercemos de manera individual.
Otro caso donde podemos encontrar más puntos dónde ambas visiones convergen es en el caso de la herencia. Marx, en el Manifiesto Comunista, pide abolir la herencia. Para él, la transmisión de un patrimonio atacaría el principio de igualdad, puesto que supone que alguien reciba algo por lo que no ha hecho nada. Nada lejos de la búsqueda de la igualdad de oportunidades y la meritocracia más liberal.
Como punto crítico del liberalismo mencionado anteriormente, están las recientes investigaciones sobre la naturaleza humana que demuestran que, genéticamente, no todos somos iguales. Por tanto, la igualdad de oportunidades no existe como tal si ya nacemos con ventajas o desventajas para desenvolvernos y crecer en un entorno competitivo. Es en este momento donde el liberal Rawls, en Teoría de la Justicia, pide una reflexión más abstracta sobre lo que debería ser nuestro contrato social, es decir, las leyes que deberíamos aceptar. Rawls cree que deberíamos someternos a un contrato social que hubiéramos aceptado en condiciones bajo un velo de la ignorancia. Es decir, si antes de nacer no supiéramos si vamos a nacer con más o menos capacidades intelectuales y/o físicas, o si vamos a tener, por ejemplo, algún tipo de predisposición genética hacia ciertas enfermedades, ¿qué aceptaríamos con el fin de no someternos a los azares de la naturaleza? Por abstracción moral colectiva lo lógico sería aceptar que los más aventajados renunciaran a cierta parte de sus logros asumiendo la incidencia en ellos de la suerte. Pero incluso sin entrar en la abstracción moral, la lógica matemática nos incitaría también a colaborar desde el interés más individualista. Por ejemplo, en el antiguo Egipto, el río Nilo se desbordaba cada vez hacia una orilla diferente de manera aleatoria. La teoría de juegos –véase el dilema del prisionero– aquí ayuda a entender que los campesinos de ambos sitios tenían incentivos a cooperar y repartir las cosechas entre todos, fuera quien fuera el que hubiera sufrido el desbordamiento. Con ello diversificaban riesgos y reducían la incidencia de la mala o buena suerte en el corto plazo para poder vivir mejor en el largo. Este argumento justificaría perfectamente la necesidad de la redistribución de la riqueza y de ideas como las que subyacen a tener una Ley de Dependencia. Vuelta a la coincidencia con el socialismo suena famosa la frase de “de cada cual, según sus capacidades, a cada uno, según sus necesidades”.
Aunque se podría decir entonces que los autores liberales no estuvieron acertados desde el primer momento, usar ese argumento para desacreditarlos por completo supondría también renunciar a los autores que trajeron grandes avances sociales bajo la perspectiva socialista. Al fin y al cabo nadie se atrevería a renegar de Aristóteles por no haber descubierto la teoría heliocéntrica.
Entender el liberalismo tal y como lo planteaban sus autores implica renunciar a encuadrar en el marco liberal lo que tiene más de conservador que de progresista. Supone desconfiar de todo aquel que defiende el capitalismo cuando hace riqueza gracias a subcontratas públicas por el clientelismo más rancio, supone poner la lupa a todo aquel que quiere libertad económica pero delega las decisiones sobre el matrimonio homosexual, la educación y el aborto a la religión, supone calificar de ladrón –y no de neoliberal- a aquel que dice creer en la igualdad de oportunidades, la meritocracia y el ascensor social mientras evade impuestos, supone dejar de admirar a aquel empresario que dice que persigue las economías de escala y que, en vez de hacerlo con nuevas ideas innovadoras, lo hace con contratos más precarios y materias más pobres.
Enmarcar todas esas prácticas en la corriente liberal implicaría aceptar la misma batalla por el imaginario colectivo que llama socialista a Pol Pot y a Enver Hoxha. Los intelectuales tienen debates generalmente mucho más cercanos que la gente que defiende sus posturas. El rechazo de sus ideas, por lo que han hecho otros deformándolas en nombre propio, es parte del mismo proceso que llevó a algunos, y sigue llevando, a responsabilizar a Nietzsche del nazismo.
Artículo de Tempus Fugit News.