Revista Libros
Aparentemente llevo un mes, algo más incluso, en el dique seco. Poco he leído, es cierto, este primer mes del año. Poco, pero condenadamente bueno. Inauguré el año con la muy gótica Siempre hemos vivido en el castillo,que muy bien podría llevar la firma de la sureña Flannery O’Connor si no llevara la de Shirley Jackson y estuviera ambientada en la gélida Nueva Inglaterra. Seguí después con la encantadora La reina se divierte de Robertson Davies, con cuya edición no venal tuvieron la gentileza de obsequiarme los amigos de Libros del Asteroide y que convierte en toda una aventura metafísica una visita al polvoriento depósito de libros de la biblioteca de la Universidad. ¡Ay, si la hubiera leído unos años atrás! Terminé, en fin, con La jugada maestra de Billy Phelan de William Kennedy, enviada también sponte sua por los lugartenientes de Luis Miguel Solano y con la que he redescubierto la grandeza de las letras nacidas en el Nuevo Continente; la razón de ser, por cierto, de esta pequeña esquina, pese a que en los últimos tiempos me haya ido acercando cada vez más a la pérfida Albión.
El primer adjetivo que se me viene a la cabeza para calificar la novela de Kennedy es “americana”, “muy americana”. Ambientada en la ciudad de Albany poco después de la derogación de la Ley Seca, está protagonizada por una serie de personajes un tanto estereotipados, aunque creíbles y verosímiles y sorprendentemente vivos y carismáticos, que recorren unas calles y garitos llenos de muescas legendarias. Aquí un asustado Currie “el Guapo” se horrorizó de que una prostitura lo llamara “guapo” y pareciera conocerlo por su nombre, allí un padre para siempre desaparecido derribó de un lanzamiento perfecto a un esquirol que conducía un tranvía y allí jugó Billy Phelan una partida de bolos casi perfecta, epónima de esta novela. Es Billy Phelan un pícaro simpático, de ética -que no moral- irreprochable y códigos inamovibles, aprendiz -casi maestro- de la calle y de la noche, capaz de resistirse a los requerimientos de los todopoderosos McCall, dueños del partido demócrata, de los medios de comunicación y del juego, uno de cuyos hijos acaba de ser secuestrado. Envuelto por casualidad en dicho secuestro, asistimos con simpatía a su conflicto interior -¿informar o no informar?- a través de los ojos de Martin Daugherty, redactor con callo, un tanto cínico y dotado del don profético, al modo veterotestamentario, que curiosamente no acaba de entender la vocación sacerdotal de su hijo. Pulula junto a ellos una pléyade de borrachines y vagabundos, locos, chulos, jugadores y timadores que componen un relato mil veces leído, es cierto, pero escrito con sinceridad y garra, dotado de nervio y de alma y traducido a las mil maravillas, cómo no, por Jordi Fibla. Así que Vds. ya saben, lean, lean...