Editorial Impedimenta. 312 páginas. 1ª edición
de 1946. Ésta es de 2011.
Traducción de José C. Vales.
Hace dos o tres años observé que
en la calle General Pardiñas de Madrid –relativamente cerca de mi casa– habían
abierto una nueva librería de segunda mano, y desde entonces me había resistido
a entrar. Tengo un problema con las librerías de segunda mano. Cuando paseo por
Madrid siempre acabo entrando en alguna, y compro libros inesperados que rompen
mis planes de lectura. Además, he tenido temporadas que he comprado libros de
segunda mano, o de primera, a un ritmo bastante superior al que puedo leer. Sin
embargo hace unas semanas, al salir del colegio en el que trabajo, decidí dar
un paseo por Madrid, y al volver a casa, después de más de hora y media
caminando, me sentí alegre y acabé tomando la calle General Pardiñas y entrando
en la librería Fundación Menior, que recoge donaciones de libros con el fin de
ayudar a una obra social que compra material escolar para niños necesitados. La
librería, además de estar casi enfrente de la casa en la que vivió Carmen Laforet el tiempo que pasó en
Madrid, era pequeña pero estaba muy bien ordenada, con precios que oscilaban entre
uno y cinco euros. Me acabé llevando cuatro libros: las Novelas ejemplares de Cervantes en los dos tomos de Cátedra,
por dos euros cada uno, y dos novelas de Impedimenta, que es una editorial que
me interesa mucho, aunque me he acercado poco a ella en los últimos años. Así
que, como llevaba un tiempo pensando en volver a su catálogo, qué mejor
oportunidad que ésta.
Uno de los libros de Impedimenta que
compré era La juguetería errante de Edmund
Crispin (Chesham Bois, Buckinghamshire, 1921-Londres, 1978). A Crispin se le
considera –leo en la contraportada del libro– uno de los últimos maestros de la
novela de detectives inglesa. El detective que creó Edmund Crispin se llama
Gervase Fen. Entre 1944 y 1951, Crispin escribió ocho novelas protagonizadas
por este personaje; además, en 1953 publicó una recopilación de cuentos con Fen
como protagonista.
De todas las novelas de
detectives que escribió, la más famosa es La
juguetería errante que, según leo en la solapa del libro de Impedimenta (y
en la wikipedia), está considerada una obra maestra del género de detectives.
Edmund Crispin fue alumno de la
universidad de Oxford, y es en esta ciudad donde transcurre la historia de La juguetería errante. El libro se
publicó en 1946, pero está ambientado en 1938. Este dato me llama la atención: probablemente,
Crispin se sienta a escribir esta novela cuando ya ha terminado la Segunda
Guerra Mundial, o cuando estaba acabando. En cualquier caso, lo hace consciente
de la destrucción que supuso la contienda, pero sin embargo decide –como
refugio– regresar al Oxford de su juventud, al año 1938, cuando el todavía idílico
paisaje inglés no se había visto dañado por las consecuencias de la guerra. En
la página 27 leemos: «Oxford es el único lugar de Europa donde un hombre puede
hacer cualquier cosa e incurrir en cualquier excentricidad, y no despertar
ningún interés ni emoción en absoluto en nadie».
La novela comienza con una escena
en la que Richard Cadogan –«uno de los tres poetas vivos más eminentes de
Inglaterra» (pág. 17)– le pide dinero al señor Spoder, su editor, porque quiere
salir de Londres y pasar unas vacaciones en el Oxford de su juventud. Discuten,
pero el señor Spoder le acaba adelantando las cincuenta libras que Cadogan le
requiere. Cadogan tiene treinta y siete años y está empezando a sentirse viejo.
Piensa que en Oxford podrá encontrar las emociones y tal vez las aventuras que
su estado de ánimo necesita.
La primera noche que Cadogan llega
a Oxford, el azar le lleva a una juguetería. El personaje empuja la puerta y, a
pesar de la hora, la encuentra abierta. Al entrar, Cadogan se encuentra con el
cadáver de una mujer en el suelo: la marca de un cordel en el cuello delata que
su muerte ha sido violenta. Un desconocido golpeará a Cadogan en la cabeza.
Cuando despierta, el personaje huye de la tienda por un ventanuco. Acude a la
policía pero, al regresar a la juguetería de la víspera, ésta ha desaparecido y
en su lugar encuentra una tienda de ultramarinos. Como la policía no se acaba
de tomar en serio la historia de Cadogan, éste recurrirá a su amigo Gervase Fen,
un profesor de letras, además de detective aficionado («cuyas hazañas
detectivescas eran famosas en Oxford»: pág. 140).
Según una cita del New York Sun, recogida en la
contraportada del libro: «Las novelas de Crispin no podrían ser más british ni aunque vinieran acompañadas
de fish and chips». Al leer La librería errante recordé una escena
de la miniserie británica Retorno a Brideshead, que vi no hace
mucho, en la que uno de los personajes le prevenía a otro contra una decadente
familia de nobles, diciendo que dicha familia seducía por su english charm (“encanto inglés”), pero que
carecía de una verdadera pasión. Ese mismo comentario podría aplicarse a La librería errante. Al igual que ocurre
en otras novelas de detectives (y esta lo es en el sentido más clásico, pues se
trata del famoso juego del «cuarto vacío»), el escritor pretende deslumbrarnos
con la resolución de un misterio (o varios) aparentemente irresoluble: ¿cómo
pudo producirse el asesinato que nos plantea? ¿Cómo puede desaparecer una
juguetería y convertirse en una tienda de ultramarinos? En el Oxford propuesto
se sucederán las persecuciones de los personajes involucrados en el asesinato
de la señorita Tardy: policías, estudiantes politizados o deportistas,
gamberros, bellas jovencitas que trabajan como dependientas, matones, abogados
o médicos siniestros, policías… No estamos aquí ante una novela introspectiva,
una novela de personajes profundos, sino ante un juego intelectual, un juego de
misterio muy bien armado, con mucho sentido del ritmo y mucha ironía.
El estilo es rápido, fresco,
divertido. Una ironía muy inglesa domina el discurso. Por ejemplo, así es como
se presenta a uno de los personajes secundarios en la página 124: «Un joven
ocioso, propietario de todos los granos del mundo, que ganduleaba apoyado en
una pared». La novela hace continuas referencias irónicas al género de
detectives. Así habla Fen en la página 70: «Y, sin embargo, creo que yo debería deducir algo… Ese tipo tan
listillo, Holmes, lo habría desmenuzado»; o Cadogan en la 79: «Bueno, creo que
lo mejor es que vaya a la policía –digo Cadogan–. Si hay algo que detesto en el
mundo es esas novelas en las que los personajes no van a la policía cuando no
tienen ninguna maldita razón para no hacerlo».
«Esto está pasando de comedia a
farsa», dice Fen en la página 205. Y probablemente es entre esos dos términos
–la comedia y la farsa– donde se mueve esta novela de detectives, en las que
los disparos y los asesinatos resultan muy de salón de té. La novela tiene
momentos muy divertidos, muy disparatados; destacaría aquellos en los que la
pareja protagonista, el detective Fen, profesor de literatura, y su ayudante,
el poeta Cadogan, deciden pasar el rato (en un bar, maniatados en un armario,
etc.) con sus particulares juegos literarios. Así, por ejemplo, en la página
130 los personajes empiezan a jugar a los «Libros Infumables», y en la
enumeración se van sucediendo una serie de libros a los que el contrincante
debe dar el visto bueno en cuanto a su infumabilidad; o se celebra, con
divertida maldad, la desaparición del mundo de un seguidor de las novelas de
Jane Austen.
Me lo he pasado muy bien con La librería errante. Creo que resulta muy
difícil leerla sin una sonrisa en los labios, sin sucumbir a su english charm.