Revista Cultura y Ocio

La letra y la sangre

Por Calvodemora

La letra y la sangre
Una de las cosas a las que no deberíamos volver los maestros es a las tarimas. Tampoco a la costumbre antigua de que los alumnos se levanten cuando entramos. Ambas cosas, la tarima y ponerse en pie, son barreras, obstáculos. La bondad de la tarima no existe, no da autoridad, lo único que impone es una frontera, un lugar del que no se debe pasar, un compartimento estanco. He visto maestros que se han encaramado a ella. No porque precisaran la altura que procura para tener una perspectiva más limpia de la clase y ver quién habla o quién trabaja poco o no lo hace en absoluto, sino por sentirse ellos mismos en una posición preeminente, la que tal vez no posean afuera. En cierto modo la escuela es una réplica de la vida. La imita hasta en los detalles más inapreciables. Quizá por eso deba cambiar continuamente y no estancarse. Quienes propugnan que no varíe son los mismos que se escandalizan por lo que ven más allá de sus muros. Ser maestro es estar a la última, no enquistarse en un modelo de enseñanza o de comportamiento. Sucede también que la vida arrastra todo a su paso y no hay escuela, por anquilosada y antigua que sea, que aguante la embestida de las modas. La cuestión es si abrirla del todo o hacerlo con tiento, si permitir que entre cualquier avatar ajeno o cribar y medir y pensar mucho qué conviene y qué no.
De todos los tipos de maestros que hay me quedo con el que se hace respetar. Luego vendrá la manera en que enseña, los recursos (antiguos o actuales) con los que lo hace, pero el punto de partida es el respeto, ni siquiera la autoridad, pero ese respeto no incumbe únicamente al maestro, viene de casa, es en casa en donde se va forjando y es la escuela el lugar en donde se debe auspiciar y hacer que no flaquee, sino que se impulse y adquiera su cualidad óptima. Todo lo demás es secundario: siendo importante, todo lo demás es secundario. No creo que los maestros de hace cuarenta años, los que se preparaban las clases y se esmeraban en que se adquiriese sentido cierto sentido de la cultura, fuesen peores que los actuales. No sé si procedían con permisividad, pero tengo muy claro que ejercían con rigor la autoridad, lo cual no es ni bueno ni malo, depende de cada maestro y de cada alumno, no es algo generalizable, ni lo es ahora que todos los docentes estén al día en la tecnología o hagan clases inmersivas o todos acepten trabajar por proyectos o evaluar por competencias. También creo que se les respetaba más que a los de ahora. No sé si será un signo de estos tiempos, que vienen turbulentos.
En otro orden de cosas, o es el mismo, visto desde otro lado, me quedo con el maestro que mima lo que habla, no menoscabando matices, procurando que en todo momento las palabras escogidas sean las idóneas, las elegidas de entre muchas, las que acaramelan o engolosinan o vampirizan a quien escuchan. Se puede acaramelar o engolosinar o vampirizar, claro que sí. Un buen maestro no es sólo el que enseña su área, no quedándose atrás, actualizándose, adquiriendo nuevas estrategias pedagógicas, siendo paciente y flexible, apasionado y empático, motivando cuanto pueda, creando inquietud: es también el que habla bien. No es una consideración baladí: hablar bien es el modo en que todas esas benditas cosas funcionan. Todos los buenos maestros que he conocido en la escuela y de los que he aprendido  han sido respetuosos con su idioma, lo han cuidado, han hecho de él su instrumento fundamental de trabajo. Todavía hoy aprecio a quien es exigente consigo mismo y procura que su expresión sea siempre la más conveniente. El que se escucha se empapa (voluntariamente o sin ejercicio de su voluntad) de lo que escuchado, lo incorpora a su torrente semántico y sintáctico, y termina entendiendo lo que se le dice (incluso cuando se eleve el registro de la lengua).
La letra y la sangre
La letra no entra con sangre, como tituló Goya a uno de sus cuadros. Entra sin ella, todo cuanto entra dentro de uno debería adolecer de sangre, pero no siempre es así: la vida, en ocasiones, entra con sangre, así que la escuela (que es una extensión de la vida o quizá es al revés) ha adoptado a conveniencia ese slogan terrible y lo ha difundido para que las generaciones sepan el dolor que causa el aprendizaje. Primero se levantó una tarima, después se le dio al maestro una vara y un uniforme y después se pidió a los alumnos que memorizaran las reglas, las inexorables, las que debían llevar más allá de la escuela, cuando salieran y se enfrentaran al mundo, que es un lobo malo y los iba a comer.

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