Me sorprendió —lo he escrito hace tiempo— la extraña, la extraordinaria serie de rupturas que marcan la historia de la poesía francesa en la segunda mitad del siglo diez y nueve, de Hugo a Baudelaire, de Baudelaire a Mallarmé (por una parte), y por la otra a Rimbaud y Lautréamont. En cada una de estas rupturas, en cada una de estas revoluciones poéticas, la poesía parecía adquirir nuevos poderes, parecía acumular un plus perceptible. Creo que el deslumbramiento ante esta serie de sacudidas sísmicas, que en cada ocasión marcaban una conquista, está en el origen del prestigio excepcional que ha conservado en Francia, durante decenios, la idea de vanguardia. El surrealismo (al cual corresponde buena parte de la revelación de una de las últimas sacudidas: Lautréamont) ha estado muy marcado por este impulso hacia delante, brusco y siempre conquistador: ha extrapolado a partir de esta conquista progresiva, que ha entendido a su manera, cómo prolongarla y amplificarla. Pensemos que durante medio siglo, por casualidad, la evolución de la poesía ha podido dar la sensación de un “progreso”, casi tan evidente como lo era al mismo tiempo, en un plano muy diferente, el progreso de la ciencia. Únicamente que aquí se trata de un hecho más bien excepcional en literatura y que el siglo veinte, por ejemplo, considerado en su conjunto (puesto que está a punto de acabar), no confirma de ningún modo. El sentimiento que prevalece a finales de este siglo, es el de un retorno a la norma, es decir, a una literatura cuya ley es el cambio (dónde la han abandonado por un lado y dónde la han anexionado por el otro) más que el progreso, ha contribuido tal vez a devaluar un poco la idea de “vanguardia”. Pero, en realidad, en los casos de este género, el prestigio de una noción a punto de perder su legitimidad sobrevive bastante tiempo a las condiciones que antes la celebraban. Hay que decir, por supuesto, que la ley de cualquier arte es el cambio, y que todo aquello que promueve y anticipa este cambio, está más vivo que aquello que se limita a reescribir la literatura de antes de ayer.
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A propósito de la literatura actual, se ha producido un fenómeno de envejecimiento que puede llegar a inquietar. Normalmente, un escritor, a los setenta y cinco, a los ochenta años, no está forzosamente olvidado por el público, pero en cualquier caso produce menos, pierde el contacto con la vida de su época, se aleja, y se sitúa en una sección poco ventilada de la literatura que se está haciendo en ese momento. Su tiempo pasó. La plenitud de la producción literaria que está representada por los escritores que tienen entre treinta y sesenta años, le rechazan automáticamente hacia un semiolvido respetuoso. Creo que los escritores de mi generación, septuagenarios u octogenarios, no sienten como deberían, o sienten mucho menos esta impresión de haber sido arrinconados, bajo la presión de la generación siguiente. Un signo, aparentemente, de que esta generación no ha cumplido su contrato. Proporciona a sus antepasados una vejez feliz, pero eso no es muy tranquilizador.
Julien Gracq
Entrevista con Jean-Carrière, 1986
Traducción: Manuel Arranz
Editorial: Shangrila
Foto: Julien Gracq, CAMERA PRESS