Revista Educación

La leyenda del gigante sin nombre

Por Siempreenmedio @Siempreblog
La leyenda del gigante sin nombre

Existió una vez un gigante que no tenía nombre. Aquello nunca fue un inconveniente para él, que se sabía destinado a grandes empresas.

Un día pretendió luchar con el Gran Dios de Los Cielos y disputarle el trono. Arrogante, se armó con su escudo en la mano izquierda y agarró con fuerza una lanza en su mano derecha. Le llevó cincuenta días y cincuenta noches trepar hacia la morada del Gran Dios de Los Cielos, pero allí se plantó profiriendo alaridos desafiantes y bailando su danza guerrera.

Visiblemente molesto por el inusitado reto, el Gran Dios de Los Cielos se encaró con el gigante sin nombre, y se lanzó a su encuentro armado con una espada tan grande como la ambición del rico.

La contienda se prolongó durante meses. Se iban propinando fieros golpes uno al otro, y mientras luchaban iban cambiando de posición para encontrar un mejor ángulo para sus ataques, girando sobre un eje imaginario y desencadenando violentas tempestades que sacudían todo lo que se encontraba bajo sus pies.

Era tal la intensidad del combate que los dominios del Gran Dios de Los Cielos se hicieron insuficientes y terminaron descendiendo a tierra firme, sin detenerse un segundo para descansar. Una vez alcanzaron los confines del mundo conocido, el Gran Dios de Los Cielos elevó su mandoble y logró encajar un potente golpe que separó la cabeza del tronco del gigante sin nombre.

El impacto fue tan brutal que la cabeza rodó por un valle con la fuerza de una bomba volcánica, destruyendo todo a su paso, hasta quedar depositada a los pies de una alta montaña

Por raro que parezca, el gigante sin nombre no se desplomó. Siguió en pie durante más de una hora, tal vez aturdido por el impacto. En ese momento se palpó lo que había sido su cuello y reconoció las terminaciones nerviosas, su rugosa piel abruptamente recortada, las vértebras que habían sostenido su cráneo, los músculos aún calientes y el hueco de su garganta succionando su propio dedo.

Acto seguido, como poseído por la locura, se cambió de mano la pesada lanza y se apresuró a buscar su cabeza por el suelo, estremeciendo cada centímetro del suelo y desplazando rocas, árboles y cauces de los ríos con el solo roce de sus uñas.

Desde una distancia prudencial, sentado sobre un desfiladero, el Gran Dios de Los Cielos observaba la escena. Por un segundo entendió que el gigante sin nombre tenía alguna opción de encontrar su cabeza y temió que, restituida sobre sus hombros, reanudase la refriega.

De un certero corte con la poderosa espada, partió en dos la misma montaña en la que se había detenido la cabeza y la arrojó hacia su interior de una patada. En medio del estruendo que el gigante sin nombre había originado en su búsqueda, apenas se escuchó un leve silbido cuando la montaña volvió a cerrarse.

El Gran Dios de Los Cielos retornó a su morada entre risas, dejando al gigante sin nombre y sin cabeza, escarbando sin cesar.

Pero el gigante sin nombre y sin cabeza estaba muy lejos de ser derrotado. Dos nuevos ojos aparecieron sobre su pecho y una nueva boca se abrió en su barriga, dejando entrever sus vísceras, enrojecidas por la rabia y, bailando la misma danza guerrera, volvió a desafiar al Gran Dios de Los Cielos.

Allí sigue esperando, al pie de la montaña que un día se tragó su cabeza.


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