Esta leyenda, tanto más estética que científica, surge cuando se descubre que la arteria cubital conecta el corazón con el dedo meñique.
¿A quién no le gustaría tener alguna vez esa sensación de que hay algo inexplicable que nos une a otra persona? ¿Quién rechazaría sentir un magnetismo desconcertante hacia alguien? ¿Estamos unidos verdaderamente a una persona determinada? ¿Destinados a encontrarla tarde o temprano? ¿Estas almas se conocen en el momento exacto o también el destino comete equivocaciones?
De todas las incursiones en la metafísica que nos ha proporcionado el cine, puede que la película <<Destino oculto>> sea la más devastadora en este aspecto. Un más allá con estructura de burocracia, unos ángeles que delinean nuestro porvenir con espíritu de funcionarios. Puede que los lectores de Philip K. Dick encuentren no pocas razones para llevarse las manos a la cabeza con esta adaptación poco fiel de uno de sus primeros relatos, pero este no es el caso que nos ocupa, aunque sirve como primer contacto con la paranoia dickiana para miles de enamorados.
Hago esta introducción, porque un hilo rojo invisible, según una leyenda japonesa, conecta a aquellos que están predestinados a encontrarse, más allá del tiempo, del lugar y de las circunstancias. Este hilo rojo puede tensarse, enredarse y hasta confundirse en un desorden vago, difuso y borroso, pero nunca llegará a romperse, porque se trata del hilo rojo del destino.
Esta creencia, paradójicamente, tiene su germen en la ciencia, gracias a un descubrimiento médico. Es una leyenda que nace cuando se descubre que la arteria ulnar conecta el dedo meñique con el corazón. Es ahí precisamente cuando comienza a decirse que los hilos rojos del destino unen con un vínculo único e invisible a aquellas almas que comparten una unidad homogénea. Que son la misma esencia.
El vínculo representa la promesa y la unión eterna de las personas que lo comparten, lo que en forma de metáfora indica que hay personas unidas por un lazo afectivo de por vida, por una energía, por un poderoso magnetismo desde el momento de nacer que no se rompe nunca. Según esto, nada sucede por casualidad. Todo es fruto de ese hilo que nos une.
Durante el período Edo japonés (1603 – 1867), algunas mujeres niponas, a fin de demostrar su devoción y amor infinito a sus esposos, se amputaban el dedo meñique, para así mostrarles a ellos que no estaban unidas a nadie más, pues ese hilo ya no podría surgir más que directamente del corazón hacia el de sus amados esposos.
Desde el principio de los tiempos buscamos respuestas que den significado a nuestra incomprensible existencia. Debido a esto todas las culturas han concebido leyendas sobre el destino o nuestra vinculación con el universo.
El hilo rojo no es sino una forma más de integrar al ser humano como parte de un todo dentro de la creación, con conexiones más profundas que las meramente físicas. Así, la vida cobra sentido al saber que estamos unidos a alguien más allá del tiempo y la distancia.
El ser humano no ha tejido el entramado de la vida, somos un ínfimo resultado de casualidades dentro de ella, cualquier cosa que hagamos en esta tela de araña, vibra en torno a nosotros mismos. Todo está conectado, todo está enlazado. O eso queremos creer.