Revista Cultura y Ocio

La leyenda del ojo del Jorobado, por Cristina Godefroid

Publicado el 24 febrero 2018 por Mauro Marino Jiménez @mauromj

Alfred Godefroid de Bouillon llegó a mi vida en una hermosa mañana de verano, cerca del mediodía.
El sol abrasaba las calles de Saint Etiènne sur Orgues, mi pueblo natal, y una claridad blanquecina hecha de motas de polvo se difuminaba discretamente en el aire como un ejército de hadas furtivas.
En la calle principal del pueblo se extendía todo un paisaje de tiendecitas, librerías de ocasión y restaurantes de techos bajos, aplastados, con sus terracitas de manteles cuadriculados rojos y blancos sobre las mesas.

En aquellos tiempos yo hacía la calle y las basuras de los cafés y restaurantes. Me había vuelto a quedar sin hogar y sin trabajo y había adquirido el aspecto de una criatura desgarbada con pelo encrespado de rata gris y blanco. Dicen que provengo del cruce de un mapache, un lobo raposo y una mesa de centro. De mi padre he heredado mis hermosos ojos manchados de azabache, del lobo raposo la exuberante cola y el hermoso pelaje, y de mi madre cuatro patas toscas y un carácter ciertamente contemplativo tendente al inmovilismo.
"Marmotte, marmotte, tête de linotte" me cantaban los niños del colegio haciendo referencia a mi presunta pereza. Tales injurias y agravios me resultaban simplemente irrisorios. Reconozco, eso sí, que he carecido de cierta disposición en el desempeño de la función que la vida ha querido encomendarme como perro pastor, pero eso es porque soy único. Las enojosas y triviales minucias del rebaño no están hechas para mi espíritu que es grande. Jamás he podido retener la diferencia entre una oveja y otra y he carecido ciertamente de aptitudes organizativas, capacidades gestoras y atención al detalle. Nunca he sabido cazar un conejo y la jerarquía me resulta fastidiosa en todos los sentidos. No sé dirigir ni ser dirigido. La función intermediaria que debía desempeñar entre el jefe pastor y las ovejas subordinadas me causaba estrés y ansiedad y sólo las fragancias de los rosales, los sublimes perfumes de los heliotropos, los jacintos y el estiércol de vaca conseguían evadirme de mi tediosa rutina laboral.
Poco diré pues de esos años nefastos de aprendizaje al servicio de groseros villanos feudales y estúpidos rebaños de borregos que no dudaron en despedirme y dejarme morir de hambre en cuanto dejé de servir a sus intereses profesionales.

Siempre he pensado que a tales secuencias de infortunios laborales no hay que darles un sentido transcendente de fatalidad metafísica, pero aquella mañana luminosa de verano empezaba a sumirme en un estado de profunda angustia existencial. Durante el curso escolar los niños del colegio compartían conmigo parte de su merienda, pero ahora en pleno verano y con las puertas del colegio cerradas, mi estómago se había convertido en un agujero negro. De vez en cuando los turistas de los restaurantes me lanzaban unas migajas de pan o trocitos de pollo, pero mi apariencia zarrapastrosa, mis garrapatas peludas y mis pulgas saltarinas los mantenían a buena distancia.

De pronto lo vi.
Al final de una de las terrazas, sentado en una silla con sus dos patas cruzadas una sobre la otra, un caballero de unos seis pies de altura mecía una copa de vino blanco frente a un elegantísimo pico de ave rapaz. Sobre dos orejas simétricas, satinadas y redondeadas, crecía hacia lo alto una gran pelambrera leonina y plateada que revelaba una procedencia de raza superior, probablemente formada desde tiempos remotos por lo mejor de varias ramas. Alrededor del cuello llevaba un foulard de lino azul con elegantes motivos florales que era la misma confirmación de su elevada alcurnia. En esos momentos el caballero conversaba con el camarero. Al hablar se frotaba las manos una contra la otra, pero no con la avaricia de aquellos para quienes la vida es una cuestión de aritmética, sino con la delicadeza de la dama que se regocija en la suavidad de su piel. De vez en cuando un mechón de su cabellera leonina caía sobre su rostro y él lo rechazaba con un enérgico movimiento de manos y la perspicacia instintiva de un tribuno. Su actitud desprendía fuerza y audacia, y la luz de aquella mañana cabrilleaba sobre su rostro intensificando la nórdica blancura de su piel como destellos estivales sobre una estatua de hielo. Por encima de su hocico aquilino se asentaban unos quevedos perfectamente redondos y por debajo, dos cavidades nasales perfectamente recortadas dejaban penetrar con deleite los olores del vino. Tras el primer sorbo, observé como las aletas de su pico vibraban con fruición al tiempo que su boca se abría ligeramente enseñado dos incisivos blancos tan feroces como afables. Enseguida me reconocí en ese gesto y supe que aquel personaje heráldico, mitad hombre, mitad lobo, se deleitaba con la sublime fragancia de los heliotropos, los jacintos y el estiércol de vaca.

De pronto, un rayo de sol destiñó la calle y los colores estivales se descompusieron como haces de luz refractados en un prisma. El caballero plateado entrecerró los ojos y al abrirlos me halló frente a él. Ajustó entonces sus quevedos y me observó con expresión científica por encima del cristal de sus espejuelos. Su mirada era vidriosa como un cristal de nieve y por un momento me pareció que llevaba estrellas en los ojos. Yo ladeé inmediatamente mi cabecita pulgosa y enseguida hubo en el aire que respirábamos una fragancia parecida al amor. Supe entonces que aquel caballero y yo participábamos de universos y percepciones semejantes pero que las combinábamos con lenguajes diferentes y que aunque él era un hombre y yo era un perro, ambos compartíamos las mismas intuiciones del lobo solitario. Decidí adoptarle de inmediato pues comprendí que no sólo había encontrado a mi otro yo sino también mi verdadero destino.

***

Permítanme ustedes que me presente.
Mi nombre es César Godefroid, descendiente del noble Godefroid de Bouillon, Marqués de Amberes, Duque de la Baja Lorena, Custodio del Santo Sepulcro y Caballero del Cisne.

Conocí mi noble abolengo el día de mi bautizo cuando, al acariciarme la cabeza, mi amo pasó su mano por mi lóbulo occipital. En esa región sagrada dueña de mis percepciones y pensamientos, se halla el legendario ojo del jorobado; una durísima protuberancia en forma de piedra pómez que todos los miembros de nuestra ilustre estirpe llevamos por encima de la nuca, escondida tras la cabellera.
Cuenta la leyenda que al ser asesinado por una manada de lobos el primer Godefroid, duque de la Basse-Lotharingie, también conocido como Godefroid III El Jorobado, nombró como sucesor al Caballero del Cisne, Godefroid de Bouillon, dejándole por herencia su propia joroba. Bouillon aceptó el obsequio de su tío pero al estimar que la giba no le favorecía decidió esconderla tras sus plateados cabellos en la llamada región occipital, por encima de la nuca. Al ser esta región el centro neurálgico de la percepción, esta protuberancia adquirió enseguida los poderes de un tercer ojo y fue así como todos los sucesores de Godefroid III desde aquel año de gracia de mil setenta y seis hasta nuestros días, hemos sido bendecidos por el sexto sentido que nos otorga el ojo del jorobado y que según la leyenda es el mismo que el de los lobos que mataron al primer Godefroid.

  • ¡Este perro es un Godefroid!, sentenció mi amo aquel día acariciando mi protuberancia
  • ¡Y no es un perro! ¡Es un lobo! ¡Un lobo con el ojo del Jorobado!

Estábamos en la galería de arte que mi amo regentaba por aquel entonces en la rue de la Madelaine, una de las calles principales de Bruselas que nace en la place Royale desde cuyo centro la estatua ecuestre de nuestro tío reina sobre el destino de todos sus herederos.
Alrededor del mostrador de mi amo, varias personas, entre ellas miembros de la familia, asistían a este memorable descubrimiento.

  • ¡César Godefroid! ¡César Godefroid! gritaban todos entusiasmados
  • ¡Soy un Godefroid! ¡Soy un Godefroid! asentía yo orgulloso haciendo resonar mis mejores aullidos de lobo.

Desde entonces he podido ser yo mismo. He pasado de guardián de estúpidos borregos a custodio y defensor de los cuadros de la galería de mi amo. De vez en cuando algún turista japonés me ha confundido con una obra de arte y me ha fotografiado desde el otro lado de la vitrina. Yo siempre he posado con esmero, como he visto hacer a las musas de mi amo y he dejado retratar mi porte magnánimo, mostrando siempre mi mejor perfil y mis dos colmillos bien afilados. He sido fuente de inspiración de muchos artistas y mi carácter distraído, objeto de burlas en aquellos tiempos aldeanos, es reconocido hoy como una virtud de mi alma de poeta.
El parecido con mi amo Alfred es tal que las damas nos confunden y se enamoran de ambos al mismo tiempo. Aparte de esta similitud física, mi amo y yo compartimos el gusto por los placeres refinados, una torpeza al caminar que a pesar de los tropezones y caídas incrementa tanto nuestro poder de seducción como nuestro encanto, y una especial debilidad por el fromage roquefort y el parmigiano reggiano.
Suelo dormir a los pies de su cama. Tumbados ambos boca arriba con las patas estiradas hacia lo alto y nuestros incisivos superiores bien a la vista, soñamos con campos de fromage, fragancias florales y mujeres hermosas.

Señores y señoras. Damas y caballeros.
Soy el mismo César Godefroid de Bouillon, sucesor del Marqués de Amberes, Duque de la Baja Lorena, Custodio del Santo Sepulcro y Caballero del Cisne.
Ya no puedo confundirme con el vulgo aunque mi humildad lo quiera. Las veces que he vuelto a Saint Etiènne sur Orgues, mi pueblo natal, lo he hecho mostrando con orgullo mis ojos azabache, mi cola de lobo raposo y mis cuatro patas toscas, con el aire redentor de quienes nos sentimos autorizados por el triunfo.


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