Pequeño relato del día.
El mar se sentía frío. Helado. El agua acariciaba sus pies como si se estuvieran fundiendo en un tierno abrazo, pero ha decidido que la sensación de la temperatura, la manera en que sus pies se quedan algo insensibles mientras en el horizonte el sol se va poniendo. Protegiéndose en su refugio hasta la siguiente jornada.
Ha pasado demasiado tiempo desde la última vez que visitó esta playa. No ha cambiado todo tanto como podría haber pensado en su imaginación. En esencia, parece que no ha transcurrido un día. El faro sigue imbatible al paso del tiempo, iluminando y haciendo de guía eterna para los barcos. Algunos negocios del paseo marítimo Marbellí han cambiado, otros siguen ahí.
También se había jurado a sí mismo no volver a ninguno de los lugares que le recordaran a ese año del infierno. Sus propios pasos le llevaron hacia atrás, como si estuviera intentando huir de ciertas memorias que había dejado encerradas en algún rincón de sí mismo. De cualquier manera, la idea de celebrar su libertad había sido únicamente suya. Fue alejándose del mar, aunque quedaban todavía restos de arena húmeda en sus pies desnudos. Eran las ocho de la tarde de un día claro y caluroso de primavera. Las festividades de Semana Santa han traído consigo a una cantidad ingente de visitas a la ciudad, extranjeros que repiten experiencia o descubren la Costa del Sol por primera vez. Nunca ha sido difícil enamorarse del sitio, para cualquiera que tenga la suerte de llegar a él: No termina de tener claro cuál es la fórmula que consigue tal efecto, si el clima, la tranquilidad que muchos buscan o simplemente la belleza del paseo marítimo, los parques, la presencia de naturaleza más bien escasa en esas grandes ciudades que llenan el día a día de ocupaciones sin pararse a mirar.
Él lo hizo. Al menos, ahora tenía tiempo para hacerlo. En la calle ya podía palparse el ambiente de fiesta primaveral. Sin ser necesario el nivel de fe presente en las reuniones de amigos, familiares, parejas o conocidos. Se encuentra un patrón común de querer pasarlo bien, pero no es culpa de nadie que no pudiera sentirse especialmente abrigado por los olores a buena comida, las calles siendo ya preparadas para los pasos procesionales, el parque de la alameda a reventar de personas de todo tipo, familias y niños que son felices con una golosina de alguno de los puestos que han colocado para la ocasión.
Le han preguntado muchas veces algo tan estúpido que probablemente se había cansado de responderlo. Cómo se siente. Eso de ser libre por fin. La verdad, pensó, es que no se siente como absolutamente nada. Estar años encerrado en una lata de sardinas con olor a orín y demás fluidos corporales añadiendo ciertos privilegios no le dio ningún tipo de motivación para salir de ahí. Le importó poco o nada en qué lugar estar, quien le mantenía vivo se había ido para siempre hacía mucho tiempo.
Al centro, la gigante fuente empezó a expulsar su espectáculo de colores en vistas de la proximidad de las horas nocturnas. Miró su reloj, aproximándose hasta uno de los bancos para terminar de arreglar el desastre en sus pies.
— ¡Papá!
Un ángel de cinco años de ojos azules igual que el cielo fue hacia él con una sonrisa inmensa. Estaba vestida al detalle, tal como esperaba de su madre. Corriendo como si le fuera la vida en ello, enganchó sus pequeños brazos en su cuello y él se incorporó, enredando sus dedos en esa melena larga y oscura. Eso era cosa de su mujer. Absolutamente. En realidad, la genética ha vencido del lado de ella, cosa que le alegró mucho. Estaba detrás, contemplando la escena con expresión de felicidad contenida. Seguía sosteniendo a su hija entre los brazos cuando se acercó despacio hasta ellos, dejando un beso suave en la boca. La pequeña quería bajarse para ir inmediatamente al refugio del vestido de su madre.
— ¿Dónde has estado? — Preguntó ella, apoyando una mano sobre su espalda.
Dudó por un momento, antes de contestar.
— Encontrándome — replicó.
Quizás era la respuesta a lo que supone un concepto tan sencillo y necesario como la libertad.