Dentro de mis oceánicas ignorancias en el mundo de la literatura ya no puedo incluir el nombre de la andaluza María Manuela Reina, de quien acabo de terminar con alegría y gratitud su obra teatral La libertad esclava, que obtuvo el premio Calderón de la Barca y que publicó el sello Antonio Machado. Qué maravilla. En ella me he tropezado con las figuras colosales de Martín Lutero y Erasmo de Rotterdam, que mantienen un encuentro tenso y fructífero (tras años de polémicas a distancia) en el que cada uno trata de explicar sus ideas al otro, para vencerlo o convencerlo.
Lutero se muestra desde el principio como un hombre sensual, interesado por las mujeres, buen bebedor y con aires manifiestamente soberbios (“Yo no puedo obligar a nadie a que comparta mis ideas. Quien desee equivocarse, que lo haga”, acto I); Erasmo, por el contrario, es meditabundo, reflexivo, prudente y humilde (“Sigo careciendo de certezas”, acto I). De tal forma que el diálogo que se establece entre ellos alcanza instantes de enorme tensión, sobre todo por parte de Lutero, que se deja llevar por su parte sanguínea y eleva mucho la voz, llegando incluso a zarandear al viejo Erasmo, del que lo enerva su imperturbable calma (“Yo soy un puñetazo en la mesa y vos un encogimiento de hombros”, acto II). El pensador neerlandés considera que la escisión generada por Lutero en el interior de la iglesia católica no se saldará con la desaparición de una de las dos partes, sino que provocará una lucha perpetua entre ambas, dada la innata inclinación hacia la violencia que late en el alma del ser humano.
Pero el objetivo último de la visita no es el mantenimiento de esta polémica (tan intelectualmente seductora como brillantemente literaria), sino otro bien distinto: Erasmo, llegado al final de su vida, alberga serias dudas sobre el sentido de la existencia y desea que Martín Lutero lo ayude. Y ahí la charla se adentra en lo más cálidamente personal, en lo más desgarrado, en lo más profundo.
Una magnífica obra de teatro que nos acerca, bajo el disfraz de la religión, a las grandes e insolubles preguntas sobre nosotros mismos, Dios y la muerte.