La delectable tarea de abrir una pequeña librería en un lugar frío, blanco y fangoso (paisaje ideal para encerrarse en casa a leer mientras se descubre la niebla como un largo fantasma que no termina de nacer nunca), jamás fue una labor de tantos matices grises como la iniciada por Florence Green. Queda un sinsabor, una fatiga, una molestia, una tristeza; la frustración. Quedan estos sentimientos, ¡todos tan ingleses! Y aun así es posible imaginar la casa vieja de admirable arquitectura, cuyos listones de madera crujen con cada paso —más aún cuando se trata de ser delicado—, placer para aquéllos que disfrutamos pisar las hojas secas (entre más lento y delicado el contacto de la suela del zapato con la hoja inerte que deja atrás su color anaranjado, mayores son el placer y la satisfacción). Es posible recrear el aroma de las cajas de cartón recién abiertas, con sus libros de exquisitas páginas nuevas, dejando crecer el deseo de sacarlos del empaque uno a uno para meter las narices en su interior antes de acomodarlos en las estanterías (cuántas veces no me he dicho a mí misma que yo no leo los libros, yo sólo los olisqueo). También es posible salir y dar un breve paseo por el camino de montículos densos, pastosos e informes, y divisar a poca distancia un mar gris, cuya línea de horizonte es una fina aguja elegantemente acostada: la misma que transforma en punzantes las actitudes y comentarios de los residentes del pueblo que no pueden disfrutar plenamente de la librería porque obedecen —quién sabe por qué— a un designio extraño, ¡indescifrable! (Seguramente tiene que ver con sus pretensiones de realeza.) Justo cuando todo iba tan bien. No, no es cierto, desde el principio, el final ya estaba entredicho, especialmente desde aquella fiesta en la que los invitados parecían figuras pétreas y aburridas, excepto Florence, con su vestido rojo. Era la única flor en una gravilla. Qué más obstinación que esa. Y sin embargo, no importa, porque cada vez que se ingresa a la pequeña librería uno se siente resguardado, tibio, en casa, y se da cuenta que el poltergeist con sus golpes y arrebatos de aire es menos dañino, menos peligroso para el lugar que los habitantes del pueblo, y uno pide que sólo aparezca él y que desaparezcan todos, todos menos la librería. Andrea Muñoz
Libélula Libros