Por: Yoel Rivero Marín.
Llega el fin de año y siempre tenemos esa costumbre hogareña de poner todo en su lugar, de limpiar, de deshacernos de todo aquello que ya no es útil, que puede constituir un estorbo en los rincones más impenetrables de la casa. Ayer me dediqué un poco a recoger guiones, papeles llenos de anotaciones ya inservibles, cartas viejas y fotos familiares, esas que a mi mamá le gustaba mucho guardar y que ahora cuido con recelo como albacea familia. La tarea de recoger el closet la evadí todo el año; pero esta vez no podía hacerme el desentendido y dejarlo para otro día.
Quité todo de una vez para facilitar la faena. Al ir limpiando cada grupo de retratos y papeles, me encontré nuevamente con una foto de mi mamá que a decir verdad, merecía estar mejor cuidada, tal vez en un cuadro, que tanto a ella le gustaban. Me imagino que ella tendría unos 25 años en ese tiempo. Sin embargo, la calidad de fotografía blanco y negro de aquellos tiempos, ha permitido que la foto parezca que fue tomada recientemente. La saqué del paquete y la trasladé a un lugar mucho más protegido que permitiría resguardarla del paso del tiempo y sus cómplices, junto a ella había un retazo de papel, con el siguiente escrito:
“ Que el mundo piense de mí lo que quiera. Ese es asunto de ellos. Si me han de juzgar, bien o mal, es su derecho. Mi deber es actuar con rectitud... como si la vida fuera justa, como si la Patria fuera agradecida, como si el porvenir nos debiera la victoria, como si los hombres fueran buenos.”
Tal aseveración me resultó bastante idealista, sobre todo cuando vivimos en un mundo que parece más malo que bueno, con gente más egoísta y poco justa, en una patria que ha dejado de ser regazo seguro para la mayoría, y al final, no ha sido tan agradecida con muchos ancianos que un día se entregaron en cuerpo y alma a ella, algo que, al final, me pasará a mí también.
En ese momento no supe quién era el autor de aquel escrito y ningún familiar o amigo pudo ayudarme con la duda, pero hoy conversando con un anciano barrendero de 81 años de edad, me aseguró con toda certeza que pertenecía al filósofo francés Enrique Federico Amiel.
No he querido profesar la religión de ningún gran hombre: ni Goethe, ni Napoleón, ni siquiera Cervantes. Menos aún de estos otros hombres que, genios o no, puedan haber dejado para la posteridad una larga estela de admiración, de curiosidad o de atracción inexplicada, pero en el caso de Amiel, me cautivó aquel escrito, y cuál no fue mi sorpresa al encontrar, entre los documentos de mi madre, otro pensamiento suyo que mereció también mi atención, y pude comprender, porque ella, que no cursó más allá del duodécimo grado, conservaba con tanto cariño aquellas frases.
“Saber envejecer es la mayor de las sabidurías y uno de los más difíciles capítulos del gran arte de vivir”
Nunca concluí la tarea y espero que no quede para el nuevo año, pero el retrato de mi madre y las frases de Amiel quedaron a buen resguardo.