Roland Garros, el grande de la tierra batida, ya está en marcha. París acoge a los maestros de la raqueta, les seduce, los cobija. Sudor y esfuerzo sobre la arcilla. La línea roja hacia el octavo título de Nadal está marcada. El tenista de Manacor ha iniciado la singladura. Sabe que el trayecto es largo, sinuoso, cargado de minas. Como las de un mastodonte apellidado Brands, alemán por más señas, que a estacazo limpio le tiene hora y media groggy. Salvado el tie break del segundo set, la vía se despeja. Rafa se planta en la segunda ronda tras cuatro mangas. Su calculadora ya tiene las pilas recargadas. Partido a partido, no más. Le encaja bien el traje de la modestia. Unos días atrás, repite por enésima vez las bondades de un año mágico, traducido en seis torneos ganados y todas las finales disputadas. “Roland Garros siempre tendrá un lugar especial en mi corazón, siempre ha sido mi torneo favorito, pero no juego con más pasión aquí que en cualquier otro lugar", señala ante decenas de periodistas.
Hay una fecha señalada, el 9 de junio, que no sale de su boca, porque hasta allí le aguardan una sucesión de batallas. Apunten posibles rivales: Paire, Nishikori, Gasquet, Djokovic… Sí, la bola del sorteo ha sido caprichosa y nos ha privado de una final con Djokovic, al que Rafa tendría que ver en semifinales. Al mallorquín le suena a extraño.
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