Advertencia: esto no es un artículo sobre libros en los que aparece un reality-show como parte de la trama, aunque no descarto escribirlo algún día. De vez en cuando me paro a pensar en los motivos por los que me gusta Gran Hermano (no para justificarme, sino porque soy demasiado reflexiva en general). Para empezar, me fascina poder observar sin disimulo, analizar a los concursantes, hacer cábalas sobre el modo en el que evolucionarán sus relaciones (y sus estrategias, si las hay). Cuando simpatizo con uno, soy capaz de implicarme en sus vivencias: me alegro cuando le va bien, me enfado el día que lo expulsan. Las galas son unos estupendos cócteles de acción con los que me divierto mucho, mientras el resto de la semana me entretengo leyendo en silencio los comentarios de otros espectadores. En realidad, estas razones no son tan diferentes de las que utilizaría para explicar por qué he disfrutado de una novela que destaca por su trama (es decir, literatura de entretenimiento, en oposición a aquella que sobresale por el uso magistral del lenguaje), puesto que en sus páginas también busco personajes con carisma, tramas interesantes y momentos álgidos comparables a la tensión que se respira durante una gala. En una palabra: ficción (con la diferencia importante de que la casa Gran Hermano no es ficción, aunque los guiones que preparan para mostrárnosla se le aproximan bastante). Quizá debería llamarlo arte, un arte distinto al que se necesita para pintar un cuadro, pero arte al fin y al cabo. Los reality-shows suelen ser muy criticados por cierto sector de lectores, pero en realidad yo veo mucho en común entre ellos y la literatura para pasar el rato (que, no nos engañemos, es la más leída):
- Tienen unos protagonistas (concursantes/personajes) que pueden gustar o no gustar, pueden generar oleadas de fanes, pueden resultar aburridos, pueden ser (y son, casi siempre) fáciles de olvidar.
- Las relaciones entre ellos conforman tramas. Románticas, bélicas, amistosas; las hay para todos los gustos. A veces son tan monótonas que el genio (programa/escritor) debe introducir un revulsivo (giro argumental) para volver a captar el interés, aunque no siempre lo consigue (véase la edición actual de Gran Hermano).
- El público (espectadores/lectores) se engancha: necesita saber qué ocurrirá, la trama le crea adicción. El día que termina, se entristece porque echará de menos a sus protagonistas. O, por el contrario, le ha resultado una edición/novela tan aburrida que no le cuesta nada dejarla sin acabar.
- Generan polémica por alimentar a las masas con productos de escasa calidad, en lugar de ofrecerles algo que avive su intelecto. Aun así, siempre tendrá mejor reputación un Dan Brown o una Stephenie Meyer que Gran Hermano o Supervivientes en sus tiempos gloriosos (ya sabéis: leer nos hace sabios y todo ese blablablá)
- No todos (reality-shows/libros de entretenimiento) son iguales: la marca (programa/autor) puede hacer que el producto atraiga más o menos. ¡Que se lo digan a Antena 3! Y a las editoriales que intentan vendernos los sucedáneos de E. L. James o «el nuevo escritor X» que corresponda.
- Ninguno está exento de los métodos de dudoso gusto para promocionarlo: los reality-shows juegan con los cebos y cambian las reglas en función de lo que les convenga; las editoriales aumentan las expectativas sobre algunos libros y les ponen cubiertas bonitas que no siempre encajan con el contenido para llamar más la atención.
- El público decide, o esa es la idea: en el concurso, se encarga de votar para expulsar; en los libros, las preferencias que se manifiestan en las ventas son útiles para que las grandes editoriales sigan apostando por ciertos géneros. Aun así, tanto en lo uno como en lo otro el consumidor tiene la sensación de estar mangoneado, no sin parte de razón.
- En los últimos tiempos, las redes sociales han ganado un gran protagonismo tanto en el ámbito de los libros como en la forma de disfrutar de la televisión. En el primer caso, me alegro (obviamente); en el segundo, no tanto, porque alimentan los movimientos de fanes, que no me gustan nada.
Sé que esta entrada les parecerá boba a muchos y que probablemente más de uno me recordará que, buenos o malos, al menos los libros son cultura. Sin embargo, la cultura puede englobar muchos ámbitos, entre ellos el entretenimiento, por mucho que algunos se empeñen en considerar únicamente la alta cultura digna de este calificativo. También reconozco que, a pesar de mi intento por enlazarlos, hay una diferencia fundamental entre los libros y los reality-shows, la misma que entre los libros y el cine: la lectura, una actividad que, incluso para las novelas más llanas, requiere más implicación por parte del lector que la que se necesita para poner las posaderas en el sofá mientras se mira la pantalla. Por no hablar de las ventajas que tiene el hecho de leer para la propia escritura (aunque aquí se puede decir que consumir muchos programas/series hace que se entienda más de esos temas; cada actividad te acerca más a ser un pequeño especialista en ella). En fin, con este texto no he querido más que intentar acercar dos mundos que a veces parecen irreconciliables, pero que, en mi opinión, al analizar lo que aportan a su consumidor se puede comprobar que tienen mucho más en común de lo que se intuye a simple vista (según mi manera de disfrutar de ambos, claro. Si le preguntáis a un fan de Gran Hermano que deteste la lectura, con total seguridad su lista de parecidos se reducirá a la nada). Lo hago, como siempre, por aquello del respeto y del derecho a existir.