Él es profesor, tiene 55 años. Ella se llama Ikuko, tiene 45. Están casados hace casi treinta años y él aún no la conoce completamente desnuda. Sueña con ella, con su sexo, imagina cómo será y lamenta que no será del todo fácil saberlo. Él no lo sabe aún (y no les voy a decir si lo sabrá) pero ella también está insatisfecha sexualmente. Ella, por lo que él dice, es hermosa, madura, delicada y sensual. Él tampoco lo sabe aún, pero ella siente repulsión y asco por él, por su rostro y su cuerpo. Y todo lo sé, y lo sabe quien lee esa novelita reveladora, por lo otro que él tampoco sabe: ella también lleva un diario. Pero a diferencia de él, ella no hace esfuerzos ridículos porque su esposo lo lea para que descubra todas sus frustraciones. Ella es inteligente, más que él, y sabe que nada más íntimo que nuestras insatisfacciones calladas.
Olvidé decir que hay algo que ella finge no saber y que ese algo es lo que hace que esa novela le diga a uno tanto sobre el misterioso y siempre cambiante laberinto de la mente femenina. Él lleva un diario, quiere que Ikuko lo lea y hace lo que puede para darle a ella oportunidad de espiarlo, pero Ikuko no es una mujer convencional, no siente interés por la privacidad de los otros. Ya les dije que Ikuko lleva también un diario y que su esposo no lo sabe. Todo va normal en ambos diarios, hasta que pasa lo de la noche del 28 de enero: los visita el señor Kimura (vecino y candidato a esposo de Toshiko, su hija), beben los tres, Ikuko se emborracha y pierde el conocimiento. Todo fue planeado por su marido. Ahora tiene lo que buscaba: a ella lo suficientemente inconsciente como para desnudarla. Trae la lámpara de luz blanca y la ilumina: todo es perfecto y nuevo en ese cuerpo desnudo. El esposo se regocija, se excita, la monta y la penetra. Tal es el asombro por su belleza que le ofrece un placer no dado antes a ese cuerpo inerte. ¿Saben cómo lo sé?, pues porque el diario de la mañana del 29 de enero ella, la que fingió inconsciencia, escribe que el placer fue increíble, tanto que seguramente quien se lo dio no fue su esposo sino el señor Kimura. Casi treinta años de frialdad e insuficiencia habitúan al hombre y lo limitan. El placer tenía que venir de otro cuerpo.
La situación se repite días después: toman los tres, ella finge caer, él vuelve sobre ella, y como en la primera ocasión, en la mitad del éxtasis inconsciente, ella susurra el nombre del señor Kimura lo suficientemente fuerte como para que su esposo lo escuche. Lo que hace Tanizaki genera una experiencia envidiable: acceder al mundo desde más de un lugar. Estamos tan acostumbrados a la única, nuestra y peligrosa visión de las cosas, que leer el diario del otro es casi como estar dotado de omnisciencia, como ser Dios. Y en esa novelita va uno viendo varias formas del mismo mundo, y por eso uno entiende que los esposos se aman y se engañan: ella finge no saber que es su esposo el que la satisface y él finge ante ella que no le importa que ella crea que es Kimura quien lo hace. Y por fin uno entiende que el amor y el erotismo, por lo menos el de ellos y el de Tanizaki, necesita menos de otro cuerpo que de la idea de otro cuerpo. Y no estoy seguro de cuánto aprende uno con todo lo que pasa después en ese ir y venir de versiones y de privacidades, pero es como si esto que nos sucede con los otros a los que decimos amar tenga menos que ver con ellos que con nosotros. Gesualdo Bufalino dijo algo al respecto: que se había engañado creyendo que el amor era cuestión de dos, que por fin había entendido que eso es algo que le pasa a uno y ya, como el dolor, o como el sabor agrio que no se va fácil del paladar.
Jhon Isaza
Libélula Libros