
Ha arrancado a llover como si el cielo reventase ahí arriba y dejase caer cada pedacito suyo. Ni siquiera es agua lo que cae, sino ruido. En casa, asomados a las ventanas, contemplamos el prodigio de la lluvia como si no hubiese ocurrido antes y fuese ésta la primera vez y diese miedo que llueva. La luz se ha entenebrecido y no sería de extrañar que irrumpiese la noche de cuajo. Ahora se oyen truenos. Es el mejor día de todos los días posibles. Lamento y comprendo que otros no compartan esta inclinación mía. En ocasiones, he dicho que ojalá me hubieran nacido cántabro o gallego. Soy un ser pluviométrico. Creo que me crezco cuando el cielo cae sobre nuestras cabezas, como decía mi adorado Obélix. Cuando escampe (me encanta la palabra más que el mismo hecho que evidencia) no saldré a la calle, no hace tarde de salir a la calle, pero lo he hecho otras veces y he paseado las calles con el olor a lluvia recién caída y he sentido que el mundo empezaba a girar de nuevo. No es algo que uno sepa explicar; de hecho no hace falta que deba explicarse. Las cosas que se aman no se explican, sino que se dicen y que cada uno saque la consecuencia que le apetezca. Cuando llueve como ahora me dan ganas de poner un disco de Wim Mertens. No tengo ni idea de cómo funcionan esas cosas. La cabeza va a lo suyo, como la lluvia.
