No sabía por qué pero le daba la impresión de que cuando era niño llovía más. Se le había pasado esta idea por la cabeza a medida que iba pasando el otoño y las plantas del balcón empezaban a secarse. Pensó que él nunca las había regado. Jamás. Cuando se mudó a aquella casa ya estaban allí: un aloe con sus hojas carnosas y una especie de cactus con sus picos y todo. E incluso algunas primaveras florecían en una especie de hisopo amarillo que ni siquiera era bonito. Pero daba impresión de natural en aquel balcón cutre y amarillento, lleno de tiznas del hollín de los coches. Y este año, a finales de diciembre, parecía que estuvieran en pleno agosto, porque las dos suculentas se estaba empezando a poner amarillas de la falta de agua.
Las miró con cierta tristeza, bien podía haber ido a buscar un cacharrito y echarles por encima una alegría. Pero no lo hizo. Porque pensó que no era su responsabilidad, sino la de las condiciones climatológicas y que si se secaban era culpa de otros porque con el efecto invernadero, toda esa gente irrespetuosa con el Planeta, habían conseguido que ya no lloviera en otoño. Porque es que la gente es una irresponsable, y aquella situación así lo evidenciaba: alguien está haciendo algo mal y la consecuencia está en que sus plantas se secarían sin remedio.
Porque ya no llovía como cuando él era niño, que las huertas estaban verdes y casi no se veía la basura que había acumulada en las cunetas de la maleza alimentada por esas lluvias. Antes todo era distinto, porque al llover más estaba todo más limpio, o crecía la hierba y las zarzas y los papeles y las colillas y las bolsas de plástico quedaban debajo.
Y ahora resulta que ya no llovía, y por eso sus plantas se iban a secar. Mientras cerraba la ventana pensó que igual si todos se ponían de acuerdo podían firmar una petición en change.org o algo similar, para que el Ayuntamiento se encargara de regar con una cuba, o algo así, las plantas de los vecinos en sus balcones. Que ya estaba bien, hombre.