¿Queréis saber por qué don Donato, el de los carrillos bermejos y la risueña y regordeta boca, se puso abatido, se quedó color de tierra y acabó muriéndose de ictericia? Fue que – oídlo bien- le cayó el premio gordo de Navidad, los millones de pesetas…
Suerte Macabra, Emilia Pardo Bazán, Cuentos dramáticos, Bígaro Ediciones, 1998
Se hizo un silencio algo denso y al momento empezaron todos a dar su opinión. Que si mientras estaba sin sentido aprovecharon para morderlo y vampirizarlo. Que si el vampiro realmente era él. Que si al final el sugestionado fui yo. En fin, para todos los gustos. Afortunadamente, se levantó un joven, con aspecto de estudiante aun y se dispuso a contar otra historia.
Seguro que habeis escuchado muchas historias sobre décimos de lotería premiados y que desaparecen. En una tumba, en una lavadora, por una alcantarilla, etc. Pues la historia que voy a contaros va de esto. Sí, de un premio gordo de la lotería y de un décimo maldito. Ocurrió hace poco y el protagonista fue mi tío y tutor.
Mi tío no es hombre al que le gusten los juegos de azar. Dice que el porvenir de un hombre se debe lograr con el esfuerzo y no apostando tontamente a un número o a una carta. Sin embargo, aquel día decidió comprar un décimo. ¿Por qué? Porque le gustó el número, dijo él. Porque le gustó la vendedora, dijo su mujer. Porque ahí existía una historia, añado yo ahora, jugador de ventaja, ya lo sé.
Lo cierto es que la chiquilla que le vendió el número era muy bonita, según las propias palabras de mi tío y además de belleza, tenía salero.
- Llevezé la zuerte, zeñorito. Que nunca en mejore mano cayera el gordo. Ze ve que é uzted un caballero de calidá. Ande, zeñorito, llevezé la zuerte.
Mi tío, que como, todo mediocre, es vulnerable al halago, se acercó a la chiquilla y mirando al número le dijo:
- Venga, dame el 189 ese, seguro que un número tan bonito y viniendo de tan lindas manos, me traerá suerte.
La niña, pues casi una niña era, le dio el décimo y con la voz más zalamera que pudo le dijo:
- Ya zacordará uzté de mí. Ya zacordará.
- Eso seguro, niña. Aunque no me toque nada, no se me va a despintar nunca esa carita de ángel. Ese es mi mejor premio.
De esta forma, adquirió mi tío el décimo. Lo guardó en el bolsillo interior de la chaqueta y se olvidó completamente de él.
El día del sorteo, por una de esas casualidades, quiso el destino que mi tío estuviera escuchando la radio. – El número premiado con el gordo en el sorteo del día de hoy ha sido el: 189 (uno, ocho, nueve) Enhorabuena a todos los agraciados. -
En un primer momento, mi tío no cayó en la cuenta de que habían dicho su número. Pero cuando terminaron las noticias, volvieron a repetirlo y entonces sí. Entonces fue consciente de que le había caido el gordo. Lo primero que hizo fue tratar de recordar dónde había dejado el décimo. Buscó en todos los cajones: mesas de noche; cómodas, roperos, mesa de cocina, escritorio, etc. Echó abajo todos los libros de la biblioteca, abriéndolos por las tapas y aireándolos por si había puesto el décimo entres sus páginas. Nada. Qué el puñetero décimo no aparecía por ningún sitio. Fue su mujer quien le dijo que buscara en la ropa que llevaba el día que lo compró. Qué seguramente lo tendría en algún bolsillo. Revolvió todos los roperos, pues no recordaba la ropa que llevó aquel día. Después de mirar todas las prendas, una por una, el décimo seguía sin aparecer. Intentó hacer memoria de que ropa se trataba, pero no había manera. Además, ya la había revisado toda. Daba igual la que hubiera llevado, el décimo no aparecía por ningún sitio.
- Seguro que le has regalado la ropa a algún ropavejero a cambio de cualquier baratija brillante. ¡Urraca! Qué eres una urraca, no te gustan más que los “brillíos”.
- Hace mucho tiempo que no viene por aquí ningún ropavejero. Y yo seré una urraca, pero no he perdido un décimo de lotería premiado. ¡So viejoverde! Que por eso compraste el décimo, por viejoverde. Seguro que estabas tan embobado con la pícara vendedora esa que ni te enteraste de que no te dió el décimo.
Estas y otras lindezas peores se estaban enjaretando, el uno a la otra y la otra al uno, cuando de repente mi tío se acordó:
- ¿Tú no llevaste al tinte el viejo terno gris? ¿Dónde tienes el resguardo? Seguro que está allí. Creo recordar que ese era el traje que llevaba aquel día.
Otro ataque de nervios para buscar el resguardo de la tintorería. Ahora era mi tía la que revolvía bolsos, carteras y monederos. Por fin dio con el resguardo amarillo de la Tintorería La Nueva (más de ochenta años a su servicio). Mi tío salió corriendo a la tintorería, le entregó al dependiente el resguardo y éste le trajo el terno colocado en una percha y cubierto con una fina funda de muselina. Mi tío metió la mano por debajo de la funda, buscó el bolsillo interior y ¡voilá! allí estaba el décimo. Salió corriendo, dejando el terno sobre el mostrador y al dependiente con cara de pazguato y se dirigió a la administración de loterías. Cuando llegó, la ventanilla estaba vacía, así que se dirigió precipitadamente a ella y casi metiendo la cabeza y alargando el décimo, le gritó a la señora que estaba allí:
- Vengo a cobrar mi premio.
- Tranquilo caballero, que le va a dar algo. Veamos la lista de los números premiados. Ummm, ummm, ummm, ummm. Pues lo siento señor, pero este número no tiene premio.
- ¿Cómo que no tiene premio? Lo oí perfectamente por la radio. Era el premio gordo.
- Pues seguramente oiría mal. El 681 no tiene ningún premio.
- ¿Qué dice del 681? Mi número es el 189. Ese fue el número que le compré a la chica aquella. El 189. El gordo. – Decía mi tío a puro grito.
- Sí señor. El 189 es el premio gordo. Pero el que usted me ha dado es el 681. Mírelo.Y no tiene ni el reintegro.
- ¡Maldita aprendiz de bruja zarrapastrosa! Qué ni hablar sabía. Cómo coño iba a saber de números. ¡Ojalá y se la lleve el diablo!
Y así fue como una carita de ángel se convirtió, por un quítame allá unos números, en bruja zarrapastrosa.