"... y si es que son de justa literaria, procure vuestra merced llevar el segundo premio, que el primero siempre se lleva el favor o la gran calidad de la persona, el segundo se le lleva la mera justicia, y el tercero viene a ser segundo, y el primero, a esta cuenta, será el tercero, al modo de las licencias que se dan en las universidades; pero, con todo esto, gran personaje es el nombre de primero."
(Don Quijote, Capítulo XVIII)
No resulta infrecuente encontrarse con el hecho de que una misma obra literaria sea tratada con criterios sumamente dispares en diferentes certámenes. A quien suscribe, en particular, le ha ocurrido que le han concedido algún premio de cierta importancia a una obra que ni siquiera ha sido elegida finalista en un certamen de una entidad mucho menor, así como que otras, que habían quedado finalistas en premios de cierto prestigio, no eran capaces de alcanzar esa misma condición en concursos de mucho menos ringo rango.
Nadie ignora que la valoración de cualquier obra artística encierra un cierto grado de subjetividad, si bien tampoco carece por completo de criterios objetivos. En concreto, una ley no escrita (pero corroborada por multitud de fuentes) indica que sólo una décima parte de las obras que concurren a un certamen están escritas con corrección (y con esto me refiero a que no estén plagadas de errores sintácticos, gramaticales o estilísticos), y, de las que superan la primera criba, más de la mitad se caen por su propio peso en cuanto que se analiza un poco el contenido, por lo que la elección de los finalistas debiera ser una tarea relativamente sencilla y bastante determinista, pero la experiencia se empeña en demostrarnos que esto no es así.
Aunque parezca mentira, casos como el de Becerril de la Sierra no son tan extraños, y yo he tenido constancia de algún certamen en el que se ha premiado a una obra que contenía media docena de incorrecciones por página, y lo mejor de todo es que, cuando los participantes se han quejado a la organización, esta se ha defendido alegando que el jurado se había limitado a valorar el contenido (por no decir que había sido incapaz de ver las faltas), cuando todo el mundo debiera saber que en la literatura, como en todo arte, la forma es indisociable del contenido.
En cuanto que uno comienza a preguntarse por las causas, no aparece más que una evidente, y es la aptitud de los jurados. A nadie se le ocurriría pensar que alguien que se pasa el fin de semana viendo “Teledeporte” está cualificado como jurado para un campeonato de gimnasia artística, si bien la mayoría no se extraña de que forme parte de un jurado literario alguien cuyos méritos se limitan a que le gusta leer, o a que dirige o trabaja para una entidad patrocinadora. Un servidor, en concreto, en alguna ocasión ha tenido oportunidad de conocer a los jurados que habían valorado su obra y se ha encontrado algunos tan pintorescos como una muchacha de diez y ocho años que leía a Dan Brown y a Ildefonso Falcones. Y no se piensen que esta circunstancia se limita a los premios modestos, sino que existen algunos de gran prestigio, con jurados de gran relumbrón y que cobran buenos honorarios, cuya preselección la realiza un jurado de todo a cien. Y esto cuando uno no se encuentra una farsa, como la mayoría de los certámenes auspiciados por editoriales, o a sinvergüenzas que, cuando pueden mangonear un jurado, intercambian premios con sus amiguetes o eventuales socios.
También, todo hay que decirlo, existen premios modestos, algunos incluso sin dotación económica, que cuentan con un jurado abnegado, que conoce su oficio y lo realiza con diligencia, y esta es la razón de que quien suscribe persista en enviar sus obras a concursar. Esta, y que no sabe qué otra cosa hacer con ellas.