El intenso frío, la soledad y el vértigo de la tragedia amenazando con no marcharse nunca, el hambre y el vano escapismo - tal vez por eso la casucha donde vive ella se puede parecer a la imagen mental que nos hacemos de la que habitaba la cerillerita de Hans Christian Andersen - que abruman a los fotogramas de "Mata au hi made", apenas consiguen hacer mella en la vivacidad y la belleza que llenan la memoria una vez vista o revisitada.
Porque la expresión risueña de Kuga Yoshiko impedirían derrotarse al más desanimado, porque ninguna verdadera gran película resulta deprimente sean cuales sean sus circunstancias o tal vez porque el estremecimiento de ciertos momentos penetraría cualquier montaña de ruinas (de celuloide), lo cierto es que esta prodigiosa obra de Imai Tadashi rodada en tiempo de paz - pero ambientada durante la aún muy reciente derrota bélica que marcó la historia de su país -, se sigue contemplando más de medio siglo después de filmada, con la misma fruición que tantas películas sin sombra de sus penurias y su muy cruel destino.
Momentos como todos los que jalonan el último rollo del film y varios anteriores como aquel en que el orgullo de ella se atraganta tras una mueca mientras alguien se permite hacer observaciones tendenciosas a su trabajo sincero o el repetido varias veces en que queda patente la vergüenza sufrida por él, calificado una y otra vez como cobarde, alternan, sin destacar dramáticamente, cómo podrían, con la ligereza o la lírica discreta de un té compartido para que no se hielen las manos, de un paseo una mañana cualquiera o una noche de lluvia, de varios besos muy poco habituales en un film japonés de 1950, de un malentendido cómicamente vehemente - de esos que sólo pueden surgir entre quienes se quieren - o de cualquier mirada al vacío dejado por quien no está.
Imai, que puede parecer que duda en el arranque sobre el punto de vista (la voz en off persistente del protagonista, que desaparece de improviso y sólo volverá más adelante puntualmente o será sustituida inesperadamente por la de ella), conduce esta historia de amor con una emoción inocente, tratando de comprender - pero sin poder hacer gran cosa - por lo que dicen o piensan quienes no actúan desde sus adentros y se suben temerosos u orgullosos al carrusel que quiso, como de costumbre, embarcar a un pueblo entero hacia la victoria de unos cuantos.
Tan rosselliniana como borzagiana - de nuevo las estancias protagonistas, que llevan a "Roma, città aperta", "Seventh heaven" o "Till we meet again" - como varios inolvidables Sirk y Naruse, "Mata au hi made", contiene abundantes escenas de conversaciones y silencios que se diría tratan de ganar tiempo mientras estos dos soñadores encajan sentimentalmente cuanto acontece a su alrededor mientras entre ellos dos apenas sucede nada extraordinario.
No habrá película menos pragmática ni tampoco muchas más hermosamente cándidas: enamorarse o desesperarse y llenar los días de lo que lo alimenta lo primero y cuanto combate lo segundo.
La auténtica fuerza de la película descansa en la interpretación de una de las más grandes actrices japonesas, la simpar Kuga Yoshiko (83 años y aún con nosotros), siempre sonriente, curiosa, tímida y tan distinta a todas las demás.
Cualquiera debiera recordarla por sus trabajos con Tanaka ("Koibumi"), Ozu ("Higanbana") e incluso ya en los 60, misteriosa y retrospectiva en "Zero no shôten" de Nomura y curiosamente parece en "Mata au hi made" mucho mayor que cuando la vimos tres años antes en "Haru no mezame" de Naruse y sin embargo mucho mayor también que siete después en "Banka" de Gosho.
Debido en gran parte a cada una de sus intervenciones, el film adquiere un perfume muy ruso (y muy poco soviético), embelesado con lo pequeño, lo propio y lo querido.
El inenarrable tramo final, huérfano de su presencia, sí que está más desolado y afligido que todos los refugios antiaéreos, los hospitales, las calles bombardeadas o las estaciones de tren que traen mutilados de vuelta.