Revista Cine

La luciérnaga y el niño

Publicado el 30 abril 2014 por Jesuscortes
LA LUCIÉRNAGA Y EL NIÑO El intenso frío, la soledad y el vértigo de la tragedia amenazando con no marcharse nunca, el hambre y el vano escapismo - tal vez por eso la casucha donde vive ella se puede parecer a la imagen mental que nos hacemos de la que habitaba la cerillerita de Hans Christian Andersen - que abruman a los fotogramas de "Mata au hi made", apenas consiguen hacer mella en la vivacidad y la belleza que llenan la memoria una vez vista o revisitada.
Porque la expresión risueña de Kuga Yoshiko impedirían derrotarse al más desanimado, porque ninguna verdadera gran película resulta deprimente sean cuales sean sus circunstancias o tal vez porque el estremecimiento de ciertos momentos penetraría cualquier montaña de ruinas (de celuloide), lo cierto es que esta prodigiosa obra de Imai Tadashi rodada en tiempo de paz  - pero ambientada durante la aún muy reciente derrota bélica que marcó la historia de su país -, se sigue contemplando más de medio siglo después de filmada, con la misma fruición que tantas películas sin sombra de sus penurias y su muy cruel destino.
Momentos como todos los que jalonan el último rollo del film y varios anteriores como aquel en que el orgullo de ella se atraganta tras una mueca mientras alguien se permite hacer observaciones tendenciosas a su trabajo sincero o el repetido varias veces en que queda patente la vergüenza sufrida por él, calificado una y otra vez como cobarde, alternan, sin destacar dramáticamente, cómo podrían, con la ligereza o la lírica discreta de un té compartido para que no se hielen las manos, de un paseo una mañana cualquiera o una noche de lluvia, de varios besos muy poco habituales en un film japonés de 1950, de un malentendido cómicamente vehemente - de esos que sólo pueden surgir entre quienes se quieren - o de cualquier mirada al vacío dejado por quien no está.
LA LUCIÉRNAGA Y EL NIÑO Imai, que puede parecer que duda en el arranque sobre el punto de vista (la voz en off persistente del protagonista, que desaparece de improviso y sólo volverá más adelante puntualmente o será sustituida inesperadamente por la de ella), conduce esta historia de amor con una emoción inocente, tratando de comprender - pero sin poder hacer gran cosa - por lo que dicen o piensan quienes no actúan desde sus adentros y se suben temerosos u orgullosos al carrusel que quiso, como de costumbre, embarcar a un pueblo entero hacia la victoria de unos cuantos.
Tan rosselliniana como borzagiana - de nuevo las estancias protagonistas, que llevan a "Roma, città aperta", "Seventh heaven" o "Till we meet again" - como varios inolvidables Sirk y Naruse, "Mata au hi made", contiene abundantes escenas de conversaciones y silencios que se diría tratan de ganar tiempo mientras estos dos soñadores encajan sentimentalmente cuanto acontece a su alrededor mientras entre ellos dos apenas sucede nada extraordinario.
No habrá película menos pragmática ni tampoco muchas más hermosamente cándidas: enamorarse o desesperarse y llenar los días de lo que lo alimenta lo primero y cuanto combate lo segundo.
LA LUCIÉRNAGA Y EL NIÑO La auténtica fuerza de la película descansa en la interpretación de una de las más grandes actrices japonesas, la simpar Kuga Yoshiko (83 años y aún con nosotros), siempre sonriente, curiosa, tímida y tan distinta a todas las demás.
Cualquiera debiera recordarla por sus trabajos con Tanaka ("Koibumi"), Ozu ("Higanbana") e incluso ya en los 60, misteriosa y retrospectiva en "Zero no shôten" de Nomura y curiosamente parece en "Mata au hi made" mucho mayor que cuando la vimos tres años antes en "Haru no mezame" de Naruse y sin embargo mucho mayor también que siete después en "Banka" de Gosho.
Debido en gran parte a cada una de sus intervenciones, el film adquiere un perfume muy ruso (y muy poco soviético), embelesado con lo pequeño, lo propio y lo querido.
El inenarrable tramo final, huérfano de su presencia, sí que está más desolado y afligido que todos los refugios antiaéreos,  los hospitales, las calles bombardeadas o las estaciones de tren que traen mutilados de vuelta.

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