En un pueblo lejano había una luciérnaga especialmente luminosa. Destacaba sobre las demás a quien las comparaba, y en la noche era capaz de hacer el día y devolver a las cosas su color.
Todo el pueblo estaba tan agradecido, que hicieron una fuente de piedra en su honor en el centro de la plaza.
Mientras, la luciérnaga, acostumbrada a dar luz a su paso, vivía ajena a las ocupaciones y preocupaciones de sus gentes.
Pero un día la luciérnaga se fue del pueblo, dejando a la noche huérfana y a sus habitantes bajo un cielo profundamente gris. Y se fue con la naturalidad con la que viene la luz.
Hastiados de vivir sin luz, el poeta, el agricultor y el niño del pueblo decidieron consultar al gran sabio por si este podía conocer el paradero del coleóptero y hacerlo volver.
Al escuchar sus plegarias, el sabio les preguntó:
- ¿Qué echáis tanto de menos que ya solo la buscáis a ella?
Y el poeta replicó: - tan bellas formas y figuras, con sus colores y relieves, que así inspiran mis poemas y a mi naturaleza.
A lo que añadió el agricultor: - y el vigor y maduración de los frutos, visibles a la luz de la luna, incluso en los días de lluvia y tormenta.
El sabio, al observar que el niño no decía nada y permanecía mudo, se dirigió a él:
- Y tú, niño. ¿Qué echas tanto de menos que vienes hasta mí?
- ¡Qué ya no puedo soñar! ¡La luz interior!, es lo que se me ha llevado.
En ese momento el sabio comprendió, y dirigiéndose al niño, en voz alta, replicó:
- ¿Acaso viste a la luciérnaga lamentarse de perder su luz cuando sale el sol?