Revista Opinión

La Luna

Publicado el 24 octubre 2018 por Carlosgu82

El otro día leí en la antesala de mi dentista un artículo sobre la llegada del hombre a la luna. La razón es que acaba de estrenarse en las pantallas una película de las que todo indica que va a arrasar en los cines sobre el primer hombre que de una forma respetuosa, solemne y tímida puso su pié sobre esa pelotita que nos acompaña desde tiempos inmemoriales..
La luna, luna, lunera… Como suele decirse: lo recuerdo como si fuera ayer. Una madrugada calurosa de Julio del 69 en Torredembarra, el verano de mi primer y gran amor, con mis padres y muchos niños y niñas desvelados esperando esa imagen que finalmente se produjo: un pie se posó con temor sobre una superficie de tierra, dejando unas huellas y unos objetos que todavía estarán allí, inalterables, estáticos, abandonados.

De ahí me viene una no cultivada afición por la ciencia-ficción. Y digo no cultivada porque excepto unas cuantas novelas de Isaac Asimov, y algunas películas (“2001, una Odisea en el espacio”, de Kubrick, “Blade Runner”, de Ridley Scott, etc), no he sido nunca consumidor habitual de un género que, sin embargo, me parece sugerente y del que pienso que es el que mejor enlaza por temas y procedimientos con las grandes tragedias antiguas de Sófocles y Eurípides, pongamos por caso. De hecho, Neil Armnstrong (el dueño de ese pie tembloroso), la perrita Laika, vagabunda por las calles de Moscú, que fue lanzada en 1957 y no regresó jamás de los espacios siderales, aquellos desgraciados astronautas que murieron en el trasbordador Culumbia en Febrero de 2003, y aquel pobre ruso que el cambio político de la URSS le cogió en las alturas y nadie quería hacerse cargo de su regreso, son seres tragicómicos que forman voluntariamente parte de mi imaginario y de mis recuerdos personales más queridos.

Tal vez por eso también he visto con buenos ojos que la investigación científica continúe por el espacio sideral y se doten fondos para ello. Por decirlo rápido, no le daría ni una perra a los ejércitos (¿qué leche hacemos comprando nosotros misiles Tomahawk a estas alturas de la verbena y, en el fondo, para qué los queremos?), y esos recursos los desviaría a gastos sociales, a la investigación científica y a hacer más felices las vidas de la gentes, a través del ocio y la cultura. Ya sé que eso se dice pronto, pero si me eligieran como presidente del gobierno yo, al menos, lo intentaría durante las pocas horas que ejercería el cargo antes de sufrir el atentado de rigor…

Y dentro de la investigación, la carrera espacial tendría una protección especial. Primero porque literalmente agranda los horizontes. En eso le ocurre como a la literatura o la filosofía, sólo que, en estos casos, los horizontes interiores. Y en segundo lugar porque no sería difícil convencerme de que lo que se invierte en tecnología espacial afecta directa e inmediatamente en la tecnología terrestre, más doméstica y cercana. Es decir, estoy convencido de que el telescopio Hubble ha contribuido voluntariosamente a que las gafas que llevo sean mejores que las que se me perdieron hace tres meses y que mis ojos se fatigan ahora menos cuando intento leer los inasequibles textos de mis CDs.


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