(1950), novela póstuma de La luna y las hogueras Cesare Pavese (Santo Stefano Belbo, 1908 - Turín, 1950), culmina de forma magistral la trayectoria de un escritor ineludible de la primera mitad del siglo XX. Utilizo el verbo "culminar" en sus dos significados: el de poner fin y el de alcanzar la cima, pues no en vano hay quien la considera su obra maestra. Se trata, en cualquier caso, de un libro empapado del universo pavesiano, que retoma motivos que le interesaron desde sus comienzos -como la búsqueda de identidad, la tensión de clase, la concepción mítica del espacio, entre otros- y los enriquece con los matices que aporta la experiencia, tanto en la textura del estilo como en la madurez de las meditaciones (esto se aprecia sobre todo al compararla con obras tempranas de argumento similar, comoDe tu tierra, publicada en 1941). Las novelas de Pavese no tienen tramas especialmente complejas o desarrolladas; más bien concentran un conflicto existencial en pocas páginas. La potencia de la narración reside en su voz poética y clara, de imágenes evocadoras.
Un hombre, del que no se revela el nombre, relata en primera persona el regreso a su pueblo, en las colinas del Piamonte, veinte años después de abandonarlo. El hecho de no indicar su nombre no es una elección baladí: este personaje, como sabremos después, es huérfano, de niño fue acogido en una casa, luego contratado en otra como empleado. En la localidad lo conocían por un apodo: el Anguila, el muchacho escurridizo. Este apodo lo definía tan bien que el joven, en cuanto pudo, se "escurrió", para recalar primero en Génova y después en América. No se ha casado ni ha tenido hijos, aunque ha conocido a mujeres. En su carrera profesional le ha ido bien, se puede decir que ha tenido éxito. Y, sin embargo, el conflicto existencial permanece en él, que vuelve al origen para tratar de encontrarse. La búsqueda de identidad es aquí un tema fundamental, que empezó a gestarse en su infancia (un niño sin raíces familiares, más conocido por un símil con un animal que por su nombre propio, un niño pobre, marginado, marcado por la condición imborrable de huérfano) y reaparece en la edad adulta, cuando se encuentra en un punto de inflexión: no ha conseguido establecer vínculos afectivos sólidos, el trabajo no lo llena y retorna al pueblo que nunca fue un hogar, sin saber con exactitud lo que busca ("Vivir en muchos lugares significa vivir en ninguna parte", p. 66).
En el pueblo piamontés (tierra natal del autor, donde sitúa muchas de sus historias, o a la que alude en sus novelas de ciudad para contraponer el campo al espacio urbano), el protagonista se reencuentra con Nuto, un viejo amigo que, a diferencia de él, no se ha movido del monte. Tuvo sueños, quería ser músico, pero, como tantos antes que él, se resignó a lo que le ofrecía su entorno. Uno se marchó, el otro se quedó; ahora, ninguno de los dos se siente satisfecho. En este regreso a su localidad, Nuto ejerce de guía para el recién llegado: como buen conocedor de los entresijos de los vecinos, lo pone al día para que descubra qué ha cambiado y qué no. Esos paseos suscitan muchas (y suculentas) reflexiones en el narrador, que dan forma a los mejores pasajes (intensos, lúcidos, hermosos). El personaje se percata de que se han transformado muchas cosas (ha habido una guerra en medio, se han modificado las costumbres); aun así, tiene la sensación de que, en lo esencial, todo sigue igual. No lo celebra ni lo lamenta, aunque su voz está teñida de nostalgia, una nostalgia que añora más el tiempo en el que las ilusiones eran posibles que el pasado en sí, nunca feliz, nunca pleno.
(1950) es el título que sigue a La luna y las hogueras Entre mujeres solas (1949) -novela que se publicó como parte de El bello verano, Premio Strega-, y no son pocas las similitudes entre ambas: aunqueEntre mujeres solas está protagonizada por una mujer que regresa a su Turín natal (y no al campo), tanto ella como el protagonista de La luna y las hogueras se enfrentan a una tensión parecida, esto es, una alienación social que los conduce a regresar al mundo de la infancia y sus símbolos. Los dos, de origen humilde y sin parientes vivos, han prosperado en una ciudad alejada de su tierra, se han mantenido solteros y carecen de descendencia. Esto les supone un conflicto identitario: no han encontrando su pertenencia fuera de su lugar de nacimiento, pero vuelven a este como unos extranjeros, percibidos como extraños por los que se quedaron, y sintiéndose ellos mismos extraños, porque la realidad observada se funde con la que recuerdan. Los dos son personajes incomprendidos, solitarios, inmersos en la melancolía. Es reseñable que ni Turín para ella ni el campo para él ofrecen una cura para sus males: por mucho que Pavese guste de contraponer el espacio rural y el espacio urbano, no idealiza a uno por encima del otro en este sentido. No está de más, por otra parte, recordar que estas obras fueron escritas poco antes de su suicidio, cuando el autor había sufrido una decepción amorosa con la actriz norteamericana Constance Dowling, a quien dedica por cierto La luna y las hogueras; es posible detectar una correlación entre la etapa vital que atraviesan los personajes y la que afectaba al propio Pavese.
El presente "oscuro" del protagonista no es el único eje de la novela. Los recuerdos se le despiertan al regresar al pueblo: todo lo que forma parte de él, incluso lo que no recordaba de forma consciente, emerge de nuevo. El pueblo rural conforma un minúsculo microcosmos sucio, embrutecido, sórdido, como el que ya mostró enDe tu tierra o enCamino de sangre. Con estas novelas guarda otro paralelismo: la representación de la violencia contra las mujeres en el contexto campestre estrecho de miras. Un recuerdo vívido del narrador atañe a un suceso acontecido en casa de una familia con recursos, donde él trabajó de jovencito. Allí vivían el señor, su segunda mujer, las dos hijas mayores, Silvia e Irene, y la menor, Santina. Con las hijas jóvenes se produjo el despertar del erotismo del protagonista, otra cuestión relevante en la obra de Pavese (véaseEl bello verano): observándolas, escuchándolas a escondidas, se dejó fascinar por su belleza y su frescura, pero también descubrió su amargura, la amargura de chicas guapas y ricas, un hallazgo inesperado para él, porque a su lado parecían tenerlo todo. La infelicidad, descubre el narrador, no depende tanto de lo que se tenga, ni de la clase social acomodada, como de ese malestar del que no escapa nadie. Hay un paralelismo entre las chicas del caserón de su pueblo y una mujer norteamericana a la que conoció: esta última aspiraba a ser actriz, pero al final se resignó.
Todos, los vivos y los muertos, los de ayer, los de hoy y los de mañana, comparten sus vidas truncadas, por la pasión, por la guerra, por la necesidad de libertad... Por la vida misma, podría decirse. He escrito la palabra "mañana": el narrador, a su regreso, conoce a un niño con una pierna en mal estado. El protagonista enseguida se ve reflejado en él, en este niño "inadaptado", trata de ayudarlo, de inculcarle aspiraciones, una esperanza en el futuro. El desencanto del narrador contrasta con su fe en el muchacho: de algún modo, la trama del niño marca la unión del pasado con el futuro, plantea que el ciclo vital sigue adelante, que la realidad de ayer se repite en esta nueva realidad no tan cambiada, que sigue habiendo niños que algún día lograrán grandes cosas y luego quizá volverán a buscar sus raíces. "Uno no debería hacerse mayor ni conocer el mundo" (p. 76), escribe Pavese. Esta frase resume el desaliento de la madurez del protagonista, un hombre que no encuentra el ánimo más que en la relación con el niño. En lo pequeño de la localidad, en lo pequeño de la peripecia individual, cabe un desánimo, una nostalgia que trasciende estas páginas y atañe a todo aquel que haya retrocedido para tratar de encontrarse y, sin embargo, se encontró solo con sus recuerdos de lo que ya no existe.
No quiero terminar esta reseña sin una mención al traductor, Fernando Sánchez Alonso, que, además de verter la prosa limpia y sutil de Pavese, que en esta obra es especialmente rica en reflexiones, acompaña el texto de unas notas aclaratorias que sin duda enriquecen la lectura.
Citas en cursiva de las páginas 13, 59, 83-84, 84 y 155.