Los veranos son los aviones que nos llevan a destino, son los batidos de melocotón hechos en casa o los helados que nos hacen coger frío. Dice Annie Ernaux que no hay que olvidar los libros que nos marcan en esta estación. Las historias que leemos determinan nuestros pasos en los meses de canícula. Leí en su Memoria de chica, hace unas semanas, que su libro en del 58 había sido El bello verano de Cesare Pavese. Y en esas páginas dio comienzo también mi mes de julio. Entre lienzos y pintores. Recuerdos ya de mi verano 2020, el pandémico y gris.
Con los años traemos de vuelta las vacaciones anteriores. Revivimos a otras yos más jóvenes que disfrutaron de esos días. Tienen parte de nosotras todas aquellas. También dice Ernaux que “a partir de los veinticinco los veranos ya no son inmensos, se acortan en veranillos cada vez más rápidos”. El tiempo no se para y nos aparece agosto en un salto desde el invierno. Como si fuera la cuenta atrás a un otoño ya con menos luz, sin una haberse dado cuenta de cómo ha pasado el mes de julio.
Mosteiros, São Miguel (Azores). Agosto 2019.
En la atrocidad de este estío atípico y cruel aparecen más que nunca “los pequeños monstruos de los sueños limpios del verano. Algo así como cigarras vestidas con ropas de domingo, como libélulas que supieran tocar la viola”. Regresa esta idea de Mary Ann Clark Bremer en Una biblioteca de verano. Pequeños monstruos que vienen a recordarnos, dormidos y despiertos, que debemos volar. Nos exigen que hay que hacer la maleta, que hay que callejear mundo, que hay que salir de casa. Sí o sí, no existe otra opción. Pero no saben que no podemos hacerlo, este año no.
Prohibido salir; no debemos, no conviene. Gran contradicción para lo habitual en estas semanas de calor, de las que guardaríamos las fotografías y formarían parte de nuestro álbum vital. Intentaremos hacerlo igualmente rememorando a Tabucchien Dama de Porto Pim, por ejemplo. Recuperando los mares surcados por los balleneros, escuchando las alminhas desde los acantilados. Recorriendo la costa en el coche familiar de Anne Michaelsy dejando que "la luz de las estrellas nos empape los zapatos". Memorias, solo eso.
Este año no habrá aviones que nos lleven a tierras azorianas. No perderemos vuelos, no habrá postales. Fue María Gainza en El nervio óptico quien hizo una lista de lo que nos perdemos por no viajar. Todos haríamos la nuestra. Se desvanecería la oportunidad de sentarse en un despeñadero para cerrar los ojos, notar la brisa y capturar en la retina el cambio de colores del cielo maderiense. No andaríamos con gusto entre la frondosidad y las cascadas de la isla de Flores. No atravesaríamos Faialde faro en faro recogiendo hortensias, con la esperanza de que esta vez sí arraigarían a la vuelta. Tabucchi, no, no traeríamos con nosotros la voces de las sirenas. Si no viajamos no habría nada de todo eso.
Aunque no podamos darnos el placer de volar y hacer ver que somos otros, por unos días, Gainza dice que “la imaginación sigue siendo tu aliada y que con lo que tenés acá tu mente se entretiene de lo lindo”. No solo el recuerdo de lo vivido o leído, sino las proyecciones posibles. Cerremos los ojos, entretengamos la angustia con la inventiva. Nuestro ideario está lleno de historias para pasar los días de bochorno creando souvenirs nuevos. Fue en Los errantes que Olga Tokarczuk donde leí que “hay cosas que acontecen por sí mismas, hay viajes que empiezan y acaban en sueños, como también hay viajeros que responden a la balbuciente llamada de su propia inquietud”. Somos seres inquietos. Somos viajeros que sueñan. Nos queda soñar y andar kilómetros a bordo de las estrellas que nos empapan los zapatos.
Ponta do Arnel, São Miguel (Azores). Agosto 2019.