«Llegó, implacable, el atardecer. La media luz se apoderó del cementerio, abajo, y el cielo se puso azul oscuro.A esa misma hora, aquí en La Mesa, por los árboles dan vueltas los murciélagos. Los de esta región son de una especie pequeña, y tienen una manera inocente de volar, que recuerda a las mariposas. Se alimentan de bananos y mandarinas. Yo salgo a mirarlos al corredor trasero —o a saber que están allí, mejor dicho, pues poco los veo ya—, sentado en una silla de tijera, de las de director de cine, con una cerveza que Ángela me trae antes de irse, servida en un vaso cervecero que mantiene en el congelador. Detrás de los árboles se abre el abismo sobre el cual planean durante el día los gallinazos. Siempre ha sido esta la hora más difícil de mis días desde que tengo memoria. También lo era en Nueva York, donde salía a tomarme un trago en silencio en algún bar de los menos concurridos.Siento aquí la belleza de la hora, claro, sus medias tintas, me encanta la presencia de los murciélagos en la penumbra, pero me abruma a veces la melancolía. «Ya te dio el autismo», decía Sara cuando me veía encender el primer Pielroja, servirme el ron o la cerveza que me tomo cada día, y quedarme ensimismado mucho rato aquí en el corredor. Y aunque no me considero particularmente romántico ni sentimental, lo cierto es que es esta la hora en que más la extraño y me atormenta su ausencia…»Hace dos años que Sara falta, que se fue, que ya no es —hermosos a la vez que certeros eufemismos para esquivar la palabra muerte que, no por evitable, deja de nombrar lo inevitable—. Sin embargo, no es de la ausencia de su esposa, de su compañera, de quien David, ese hombre al que le conmueve la belleza de la luz del atardecer, nos habla en esta novela. Es el dolor por la muerte de Jacobo, su hijo mayor, ese sufrimiento amortiguado por los años pero que de tanto en tanto aún aflora con toda su intensidad el que David rememora desde La Mesa de Juan Díaz, en su Colombia natal. Atrás quedaron los años en Nueva York, en ese piso caro pero luminoso, espacioso y con vistas a un cementerio bellísimo que Sara encontró para darle a David la luz y el espacio que necesitaba. Pero esos años vuelven. Porque no pueden quedar atrás los años en los que Jacobo vivía. Porque no se puede echar sin más la llave al piso en el que un hijo decide que no quiere vivir más, que no puede malvivir más con tanto dolor. Porque a medida que David se encamina hacia su propio atardecer el tiempo se funde y va «hacia adelante y hacia atrás, como un péndulo o como una segadora».
David escribe. Escribe desde La Mesa. Escribe con una lupa mayúscula para paliar las dificultades de su visión cada vez más deteriorada. Escribe sobre la espera. Sobre esa noche en Nueva York de hace casi veinte años tan lejana y a la vez tan cercana. Sobre la espera de esa llamada en la que el hijo mediano le anunciara que ya estaba, que el hijo mayor ya no estaba. Sobre la abisal desesperanza. Sobre la tibia y quizás egoísta esperanza de un arrepentimiento de última hora.
David ya no pinta. La degeneración macular se lo impide. Antes pintaba cuadros grandes en los que cabía el mundo. Como el de «la espuma que forma la hélice del ferry cuando, al dejar el muelle, acelera el motor en el agua verde de la que borbota» que estaba pintando mientras esperaba la muerte de Jacobo. «El color esmeralda del agua me había quedado pálido, superficial, pensé, como caramelo de menta vitrificado. Aún no lograba que, sin verse, sin hacerlo evidente, se sintiera la profundidad abisal, la muerte. La espuma aparecía bella, incomprensible, caótica, separada e inseparable del agua. La espuma estaba bien». Como ese otro cuadro de una motocicleta que encontró medio sumergida en la playa y cubierta de algas. Como el de la montaña rusa en ruinas de Coney Island cubierta de flores que después derribaron. Como los de la serie de los cangrejos herradura que ni siquiera son cangrejos, a los que el mar arrastra hacia la orilla en la que mueren quedando de ellos tan solo sus conchas vacías que pronto serán polvo sobre la arena. A David le «gusta cómo lo que el hombre abandona se deteriora y empieza a ser otra vez inhumano y bello. Me gusta esa frontera». «El tema de esas pinturas, aunque nunca lo dije, era obvio y grandioso y en todo caso muy pretencioso o ambicioso o como quiera llamarse, y tenía que ver con el tenebroso abismo del Tiempo».
Dentro de poco David tampoco podrá escribir. Le «espera un futuro en el que seguramente sólo voy a gozar de la luz de los sonidos, y de la luz de la memoria, y de la luz sin formas, pues mi vista se está yendo sin remedio». Su vista le está negando la luz difícil de la pintura, la luz difícil de las palabras, pero el sonido tiene su propia luz difícil de captar y no menos bella que las ahora invisibles.
«Cuando dejo de ver, y cada vez pasa más a menudo, me acuesto, le digo a Ángela, la señora que viene a ayudarme en la casa, que por favor me ponga una compresa húmeda sobre los ojos y la frente, y me concentro en oír el ruido de los pájaros o pongo música. De todos los sonidos de pájaros, el que más me llama la atención es el de los azulejos. El de aquí no es el mismo Blue Jay de Estados Unidos: es mucho más pequeño, aunque igual de vivaz y agresivo. Su trino es muy agudo, extremadamente articulado y ligeramente ofuscador, como la música para piccolo, y uno pensaría que el registro es a veces tan alto que parte del canto queda inaudible para los humanos. No es un canto bello, sino complejo. Y el que sea en registro tan alto hace también que no le prestemos demasiada atención y oigamos en cambio pájaros de canto más terreno, sobre todo a los copetones o gorriones, que son los más locuaces sobre la Tierra: la plaga del trino, digamos, así como las palomas vendrían a ser la plaga del vuelo».
La luz difícil, obra de 2011 de Tomás González publicada en España en 2012 por la editorial Alfaguara y recuperada el año pasado por Sexto Piso, es una hermosa novela en la que el vaivén del espacio y el tiempo se funde con la luminosidad y la fluidez de la prosa del escritor colombiano. Por esa simbiosis, por esa cadencia, por esa luz podría haberme acordado del recientemente leído por mí Antonio Muñoz Molina. Sin embargo, si de alguien me he acordado en algún momento durante esta lectura es de Piedad Bonnett y su Lo que no tiene nombre. Será porque Bonnett es poeta y Muñoz llega a la novela procedente de la poesía. Será porque ambos escritores son compatriotas y contemporáneos. Será porque en sus respectivos libros se narra la muerte de un hijo propiciada por él mismo, por un dolor inenarrable: en el caso de Jacobo, el físico que le sobrevino tras la paraplejia provocada por un accidente de tráfico; en el de Daniel —el hijo de Piedad Bonnett—, el mental provocado por el miedo al que le arrastró la esquizofrenia que padecía. Será por el dolor de dos familias contenido en las páginas de ambos libros, por el dolor de un padre y una madre. Y, sin embargo, los de Muñoz y Bonnett son dos libros diferentes. Uno es ficción y el otro no. Piedad Bonnett escribe Lo que no tiene nombre con la muerte de su hijo aún reciente. David, el protagonista y narrador de Tomás González, escribe de la muerte de Jacobo desde la distancia temporal, también desde una perspectiva vital más amplia por estar adentrándose en la vejez.
La luz difícil es un libro sobre la memoria, esa que tamiza hasta los recuerdos de los momentos más duros y los vuelve bellos, esa que es la luz que permanece en nosotros aun cuando ya no podemos ver. Pero en la memoria de David no solo está Jacobo. El pintor escribe también, entre otras cosas, sobre su relación con Sara, sobre su profesión. Nos habla también sobre sus momentos presentes. Su cada vez más maltrecha vista no le ha anulado su capacidad de «buscar el equilibrio de los objetos, y no acabo de asombrarme de la forma como viven si uno conoce la luz de un espacio. Con relación a la luz, los llamados objetos inanimados son seres tan vivos como las plantas, como uno». A David le conmueve la belleza y allá donde posa sus sentidos todo le parece bello. Así, La luz difícil es una novela que rebosa amor: amor por la vida, por su tenacidad, por esa alegría que «aflora siempre, o casi siempre, como trozo de madera en el agua, no importa lo profundo del horror de lo vivido», por esa belleza que reside precisamente en el contraste que son sus claroscuros, por su luz negra, por «esa abundancia inenarrable mecida por el tiempo y armoniosa sin interrupción, tanto cuando era feliz como cuando era horrenda».
«Un mundo sin aflicción, pensé, estaría tan incompleto y sería tan poco armonioso, tan feo, como una escultura o un árbol que no tuviera sombra».
How to make a splash..., fotografía de Digital Wallpapers bajo licencia CC BY-ND 2.0 DEED
Ficha del libro:Título: La luz difícilAutor: Tomás GonzálezEditorial: Sexto PisoAño de publicación: 2023 (2011)Nº de páginas: 152ISBN: 978-84-19261-60-1
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