El hombre es un intruso en el tiempo de la Naturaleza; su labor, como queda explicado de modo sobresaliente mediante la caracterización de los científicos, consiste, única y exclusivamente, en desvelar el inmenso aparato, la ingente tramoya del mundo natural, pero no para regodearse en la inteligencia del intérprete, sino para asumir la pequeñez de su tarea. El hombre es un copista, no un demiurgo; un amanuense, no un artista. La imagen del universo vacío, pero regido por una matemática precisa, tiene algo de sobrecogedor, incluso para una conciencia atea.
La luz es más antigua que el amor, de Ricardo Menéndez Salmón, Seix Barral, 2010.