Cuando todo nos parece perdido, cuando sentimos nuestra desnudez y nuestro desamparo en lo más profundo de nuestro ser, es cuando podemos reconocer el gran poder que poseemos para afrontar cualquier desventura: nuestra fe, nuestra fe en nosotros mismos, una fe que emana desde el misterio que nos ha llevado a encarnarnos, una fe capaz de alumbrar aun en las más densas nieblas de los más duros dramas, una fe que no nos dice quienes somos, pero que sí nos muestra el poder de nuestra naturaleza esencial.
La fe en nosotros mismos nos eleva por encima de las nieblas de nuestras creencias limitantes, permitiéndonos alcanzar perspectivas que logran llegar a la altura de nuestros sueños más atrevidos.