Publicado por Rodrigo Borja –
Para muchos, la literatura universal es la crónica de un viaje: el del ser humano en busca de sí mismo y de su destino. En la Odisea, en el Poema de Mío Cid o en el Quijote, el héroe sale a los caminos, los recorre, los vive, para, transformado en mil pruebas y aventuras y quizá con el tesoro de una respuesta, alcanzar por fin su meta. La epopeya de Gilgalmesh acaso sea el primero de estos viajes.
La epopeya de Gilgamesh es la obra literaria escrita más antigua que se conoce. Ha llegado hasta nosotros en tablillas de arcilla de distintas épocas y en varios idiomas.
La versión sumeria, la más antigua y fragmentariamente conservada, se remonta a los años 2500-2000 a.C. Las versiones acadia e hitita, muy posteriores y mucho más completas, se escribieron en torno al 1600 a.C. Todas estas versiones escritas recogen, según los estudiosos, una tradición oral anterior que cuenta la vida en el tercer milenio antes de nuestra era de Gilgamesh, rey y héroe semilegendario de la mesopotámica ciudad de Uruk.
Mucho después, en el siglo VII a.C., el rey asirio Asurbanipal, en su deseo de compilar y conservar todo el saber de su época, ordena que se realicen copias del poema en babilonio, forma literaria del acadio. Es la Versión Ninivita, recuperada en 1845 de su olvido milenario por el explorador británico Austen Henry Layard, y que, integradas sus lagunas, en la medida de lo posible, por las demás versiones, constituye la base de las traducciones que se han hecho del poema a las lenguas contemporáneas.
Si, como pretendía Whitehead, toda la historia de la filosofía occidental no es más que una serie de notas a pie de página del pensamiento de Platón, de la literatura universal se puede afirmar que es un mero regresar continuo a las preguntas y preocupaciones que angustiaban al autor o autores de la Epopeya. Porque para el ser humano no hay otras. Son y siempre serán las mismas.
El deseo de saber, los límites del poder, el sexo, la relación entre hombre y mujer – o, en palabras más exactas, la superioridad de la mujer sobre el hombre-, la oposición entre vida salvaje y civilización, la amistad, la muerte y la búsqueda de la inmortalidad, el miedo, el destino…Todas las grandes cuestiones de la condición humana, todo aquello que es el objeto y la justificación de la literatura, lo que la hace necesaria como el medio más poderoso que tiene el ser humano para registrar la reflexión sobre sí mismo, están en los bellos y extrañamente modernos caracteres cuneiformes de las tablillas del poema.
La tabilla I de la versión ninivita nos dice que Gilgamesh es “aquél que lo ha visto todo, que ha experimentado todas las cosas, el hombre a quien el dios Anu ha dado la totalidad del conocimiento. Él vio lo secreto, descubrió lo oculto, hizo un gran viaje hasta los límites mismos de la extenuación, pero también a la paz.” He aquí toda la aventura vital del héroe, todo lo que aprendió y todo lo que tiene que enseñarnos a los mortales. Las demás tablillas son la crónica de esa aventura y la revelación de esa sabiduría.
Gilgamesh, dos tercios divino y un tercio humano, levantó la espléndida Uruk, sus sólidos cimientos, su muralla y sus templos. Él es también el protector de su gente y el mortal más fuerte y hermoso. Fundador de la civilización, bello y formidable, el héroe parece no reconocer límites a su poder sobre los habitantes de la ciudad.
“Gilgamesh no deja al hijo de su padre. Día y noche es desenfrenada su arrogancia. ¿Es éste Gilgamesh, pastor de la amurallada Uruk? ¿Es éste nuestro pastor, majestuoso, osado y sabio?. Gilgamesh no deja la doncella a su madre, ¡La hija del guerrero!, ¡La esposa del noble!”, se lamentan las gentes.
Los dioses atienden las quejas de los humanos y, para refrenar a Gilgamesh, crean al valiente Enkidu, colosal y fiero, que vaga por las estepas con las gacelas sin conocer ni hombres ni poblados. Se alimenta de hierba, abreva en las aguadas con las bestias salvajes y destroza las trampas de los cazadores.
Uno de éstos, aterrorizado cuando lo ve, corre a contárselo a su padre. Éste le contesta: “Ve a Uruk. Cuéntale a Gilgamesh el poder de este hombre. Haz que te entregue una ramera. Llévala contigo. Prevalecerá sobre él a causa de su mayor poder. Cuando abreve con los animales en la aguada, ella se quitará el vestido, mostrando desnuda su madurez. En cuanto la vea, se acercará a ella”. Así fue.
Durante seis días y siete noches, Enkidu y Shamat, la cortesana sagrada, unen sus cuerpos. Enkidu conoce de esta forma los frutos de la civilización, pierde su fiereza y ya no es reconocido por las bestias. Shamat le invita a ir con ella a la ciudad. Él la sigue.
Allí, en Uruk, Enkidu se encuentra con Gilgamesh. Ambos, encendidos de deseo por Shamat, entablan terrible lucha, que acaba, no en la triste oposición de derrota y victoria, sino en la luminosa síntesis de una amistad. Gilgamesh y Enkidu deciden hacerse amigos y vivir grandes aventuras.
Viajarán hasta el lejano País de los Cedros en busca de la gloria que los redima de su mortalidad. En el viaje conocerán la duda, el miedo, la amistad y la muerte. Vencerán al gigante Humbaba, sufrirán la cólera de Shamash -la diosa rechazada por Gilgamesh- , y, con la madera de los cedros, harán una puerta en honor de los dioses. Éstos, pese a la ofrenda, deciden castigar el atrevimiento de los dos amigos y condenan a Enkidu a morir en plena juventud.
Gilgamesh, el más poderoso y hermoso de los hombres, es también mortal. La muerte de su gran amigo, de su compañero, Enkidu, se lo recuerda de manera insoslayable. Angustiado por esta certeza, Gilgamesh intenta escapar de esa suerte que todos los humanos, reyes y príncipes también, compartimos.
Para ello emprende un nuevo viaje, esta vez solo, hasta la morada de Utanapishtim y su esposa, las únicas personas a las que los dioses salvaron del Diluvio y a las que concedieron la inmortalidad. El camino atraviesa las Montañas del Sol, custodiadas por los dos Seres-Escorpión que, admirados por el valor del héroe, le franquean el paso. El desfiladero abismal que el sol recorre cada día en su viaje nocturno es el reino de la oscuridad más impenetrable. Gilgamesh ha de transitarlo:
“Por el camino del sol él viajó.
Anduvo una legua…
Total era la oscuridad, no había ninguna luz.
No podía ver ni lo que había delante ni lo que había detrás.
Anduvo dos leguas…
Total era la oscuridad, no había ninguna luz.
No podía ver ni lo que había delante ni lo que había detrás…”
Y así muchas más leguas hasta que empieza a sentir algo nuevo, que no es ni tinieblas ni miedo: el Viento del Norte en su rostro. Se presiente cercano el final de la angostura. Unos pasos más y Gilgamesh llega, por fin, a un jardín esplendoroso de lapislázuli, ágatas, esmeraldas y rubíes. El héroe lo es no porque no haya tenido miedo, sino porque lo ha tenido, pero se lo ha echado a la espalda y ha seguido, firme, su camino.
Una vez salvado el terrible desfiladero, Gilgamesh todavía habrá de encontrarse con Siduri, la mesonera, y con Urshanabi, el barquero, que le ayuda a cruzar las Aguas de la Muerte, antes de llegar a la isla en la que vive Utanapishtim. Por fin puede hablar con él y pedirle que le revele el secreto de su inmortalidad. Utanapishtim se lo concede.
Cuando los dioses decidieron castigar a los hombres con el Diluvio, Utanapishtim siguió la voz que le ordenó: “renuncia a las posesiones, busca la vida. ¡Abandona los bienes mundanales y mantén el alma viva!”. Así, abandonó su casa y construyó un barco en el que encontraron refugio todos los seres vivos. Sobrevivió a las aguas. Ni siquiera los dioses permanecen indiferentes a la grandeza de ánimo y, por eso, premiaron el gesto noble y valiente de Utanapishtim tornándolo, como ellos, inmortal. Pero diluvio sólo ha habido uno y sólo un hombre ha salvado de las aguas a todas las criaturas vivientes. ¿Por qué habrían de conceder los dioses a Gilgamesh el mismo privilegio?. A la postre, ¿no es él, el rey de Uruk, igual a los demás humanos?.
No hay esperanza. Gilgamesh tiene que volver a su patria sabiendo que sus días, como los de todos los mortales, están contados. En el regreso, vivirá nuevas aventuras y hará nuevos descubrimientos. Por fin, llega de vuelta a Uruk, la espléndida ciudad, y se admira una vez más de su gran obra: “Urshanabi, sube a las murallas. Mira los cimientos, examina la fábrica. No son de ladrillo quemado. Ni la levantaron los Siete Sabios. Una legua de ciudad, una legua de palmeral, una legua de tierras y el templo de Ishtar. Tres leguas y el templo abarca Uruk”.
Es ésta la respuesta que ha traído Gilgamesh de su viaje: seguir con firmeza y valor el propio camino. Ésa es la única redención posible del hombre.