Revista Filosofía

La madre que parió a todas las crisis

Por Javier Martínez Gracia @JaviMgracia
Con esta forma de titular no es que pretenda pasarme al exabrupto. No se trata de que haya llegado a un punto en el que vea ya que reflexionar sobre la crisis no lleva a ningún sitio y me disponga a sustituir los silogismos por exclamaciones y, eventualmente, dicterios. No; lo que trato de decir, para empezar, es que no estamos tan sólo ante una crisis económica; ni siquiera política, aunque también. La que fundamentalmente atravesamos es una crisis histórica, y para entender mejor esas otras, que también sufrimos, habrá que elevar la perspectiva hasta la altura exigida por esta última. Desde allí podremos observar cómo es ella, la histórica, matriz de las demás.
Ortega, al tratar de formular un esquema de las crisis, sostenía que Occidente ha atravesado por tres fundamentales a lo largo de su historia: la que acabó con el mundo antiguo y que finalmente provocó aquel descomunal descalabro que fue la caída del Imperio romano; la que condujo desde el medievo hasta la modernidad; y la que actualmente acontece y que ya lo estaba haciendo en los tiempos en los que escribía nuestro filósofo más preclaro. Detengámonos en lo que caracterizó a la segunda para intentar así desentrañar los precedentes de la actual.
La palabra clave para entender el mundo de la Edad Media la enunciaron, como suele ser habitual, los filósofos: era ésta “universal”. Las cosas, el hombre mismo –se viene a significar con ella– no existen propiamente como individuos; un perro, sólo materialmente es un perro concreto, individual. Pero lo que auténticamente existe es la –llamémosla así– “perridad”, lo que en el perro es universal, lo que permanece más allá de su individualidad, y que sobrevive al perro concreto incluso después de que éste haya muerto. Cada “universal” es, pues, no una cosa sino una especie de cosas, y constituye una realidad incorruptible, invariable e independiente. El mundo así considerado, puesto que está hecho de universales, no tolera variación alguna. La “perridad”, el “universal” correspondiente a los perros, es lo que es de una vez y para siempre. Y así todas las cosas, es decir, todas las especies de cosas. Por ejemplo, las que se refieren a la sociedad, compuesta también de especies (de “universales”) inamovibles: el que es rey lo es para siempre, lo mismo que el noble, que el siervo, que el miembro de un gremio artesanal o que el criminal. Todos ellos, incluso, transmiten su condición a sus herederos. Resulta evidente que este modo de ver el mundo producía una pétrea estratificación social, un efecto de anquilosamiento general frente al que cualquier innovación venía a equivaler a un inasumible terremoto.
Guillermo de Ockham, en el siglo XIII, fue el que sobretodo hizo trizas esta manera de mirar (aunque los efectos sociales de su teoría no se hicieron patentes hasta el siglo XV): no existen los universales, sentenció, sólo existen las cosas particulares, los individuos. Es decir, y siguiendo con nuestro ejemplo, sólo existe cada perro concreto, y la “perridad” no es sino un invento de la mente para intentar aproximarse a la realidad concreta, cambiante y fugitiva que constituye cada perro particular. La realidad, en su esencia misma, es aquello que está al alcance de los sentidos (o de sus servidores, los instrumentos de laboratorio), es decir, que está hecha de materia, y se encuentra en permanente transformación.
LA MADRE QUE PARIÓ A TODAS LAS CRISIS
Con estas ideas emergentes, una vez que se volvieron productivas (pues su primer destino era el caos), se abría para la realidad una nueva y poderosísima dimensión: el futuro, allí donde nada está prefijado y todo es posible; el cauce, pues, por el que discurre esa realidad en permanente transformación. Desde esa raíz empezó a aflorar la Modernidad, la cual, si hubiera que reducirla a una sola palabra, debería de ser “energía” o “dinamismo”. Montado a la grupa de los nuevos conceptos, el mundo empezó a dar vueltas (de ahí, Copérnico), a transformarse… Y así hemos llegado hasta hoy mismo.
Si el hombre medieval era fundamentalmente un ser resignado a un destino inamovible, “el hombre moderno –dice Ortega– es en su raíz revolucionario”, esto es, un vocacional innovador. Pero complementa el filósofo madrileño su afirmación añadiendo: “Mientras el hombre sea revolucionario no es más que hombre moderno, no ha superado la modernidad”.
Y es que tanta revolución, tanto cambio, junto a indudables efectos positivos, ha tenido otros patentemente negativos, como, por ejemplo, los utopismos, que se tomaron al pie de la letra la consigna de la Modernidad de que todo es posible y que, sin ir más lejos, dejaron buena parte del siglo XX como para cogerlo con pinzas. O la desaparición de criterios morales estables que sirvieran para vertebrar los comportamientos. O la pérdida de consistencia de las instituciones sociales, arrastradas por la corriente del “todo fluye” de la Modernidad. O incluso la pérdida de la sustancia formal en los motivos del arte, hasta acabar derivando hacia el completo absurdo. Zygmunt Bauman, flamante Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades 2010, ha llamado a éstos tan fluidos que atravesamos “tiempos líquidos”. Rodríguez Zapatero, eficaz, aunque un tanto patético, representante de esta etapa terminal de la Modernidad (también llamada Posmodernidad), hubiera dicho para definirlos: “Todo (no sólo la nación) es discutido y discutible. Incluso negociable”. O sea, todo tiende al caos.
LA MADRE QUE PARIÓ A TODAS LAS CRISIS
Así pues, el resto de las crisis que nos acosan podríamos entenderlas como el resultado de esta desbocada aceleración; o dicho de otro modo: estamos huyendo hacia adelante en nuestra permanente y acelerada búsqueda de lo inconsistente (por ejemplo, un dinero que no existe, pero que ha sustentado unos créditos que finalmente han desembocado en la crisis financiera). Fernando Pessoa (1888-1935) llegó a decir desde esta desenfrenada manera de ver el mundo: “No hay normas. Todos los hombres son excepciones a una regla que no existe”. Y lo que estamos necesitando de modo cada vez más perentorio es descubrir –tal vez redescubrir– nuevas fuentes de estabilidad, puntos de anclaje para la realidad, zonas de seguridad en las que, más allá de esta arrolladora movilidad social, cultural, política, moral… cósmica, poder depositar aquello que merece la pena ver repetirse.
LA MADRE QUE PARIÓ A TODAS LAS CRISIS

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