Al parecer todo esfuerzo era inútil, nadie sabía nada sobre ninguna pequeña o gente parecida.Tal vez porque se lo dictaba su instinto materno o quizás simplemente porque la empujaba la agonía y la impotencia, la madre, toda hecha un montón de lágrimas, subió a la glorieta y empezó a dar vueltas entre los hierros como un molino antiguo. La multitud de repente se detenía y la contemplaba de la misma manera que se contempla a una bestia enjaulada en un zoológico. A decir verdad, alguno intentó ayudarla pero vanamente. Aquella señora parecía no oír ni entender nada, sólo se quedaba allí dando vueltas y suplicando al cielo por su hija. De repente, entre los vozarrones y los murmullos de la muchedumbre se coló una voz débil y tierna, una voz como salida de otro hemisferio, un hemisferio inocente e infantil, una voz que también parecía suplicar y llorar; esa voz se dirigió a la mujer diciendo:_ ¡Mami, mi mami! ¡Aquí estoy!Con pasos de felicidad la niña se acercó hasta el centro de la glorieta y abrazó a su madre con la efusión de que hace años que no la ve y la extraña. La madre a su vez parecía querer meter su alma en la suya y se aferraba a su hija con la misma pasión que un náufrago se aferra a su tabla de salvación. _ ¿Mi hija, por qué me has hecho esto? ¿Dónde estabas, estás bien?Era lo que le preguntaba entre lágrimas y pelo suelto. La niña parecía no entender, o quizás sólo era que no deseaba contestar. Lo cierto era que estaba absolutamente muda, pero había felicidad en sus ojos. Ya de camino, tomada de la mano por su madre, la pequeña rompió el silencio y dijo:_ Sólo fui a la piscina a ver el reflejo del sol. Lo siento mamá, pero no tenías que preocuparte. Tú siempre me has dicho que yo estoy en tu corazón. ¡Jamás me perderás!Autor: Pablo Reyes
Corrige a tu hijo, porque hay esperanza; no pongáis el corazón en darle muerte. (Proverbios 19:18)