Disfrutaríamos callejeando a nuestro ritmo —bonjour madame, bonjour monsieur— Pasearíamos entre la gente por el barrio latino y me divertiría con la nariz de payaso que la textura suave de la crêpe te habría dejado, en venganza me dibujarías un bigote con el chocolate de los macarons.
Apoyados en la barandilla de uno de los puentes del Sena esperaríamos a que los barcos parasen para contemplar en el agua los reflejos de Notre Dame y nos deleitaríamos con el concierto de los Músicos Callejeros. En la rosaleda del Jardín de las Plantas me dirías —¡por fin!—lo enamorado que estás de mí y, durante una eternidad, nos olvidaríamos de todo y de todos.Haciendo cola para entrar en el Orsay empezaría a llover, los vendedores de recuerdos abrirían las alcantarillas y saldrían reconvertidos en vendedores de paraguas. Es la magia de París.Por las escaleras del metro descubriríamos otra ciudad subterránea con su propio ritmo y te confesaría mi miedo y tú podrías abrazarme y decirme esas "cosas" que sabes me tranquilizan.Si por callejuelas estrechas, oscuras y sin gente subiéramos al Sacre Coeur, toda la ciudad iluminada se pondría a nuestros pies y nuestra retina brillaría más para siempre.
En una habitación de hotel con vistas a la ópera Garnier, ávidos de descubrir rincones todo el día, nos dedicaríamos a explorar los nuestros y nos sentiríamos únicos en París.