Editorial
Sloper. 257 páginas. 1ª edición de 2014.
Ha sido habitual que en las
últimas semanas haya aparecido este libro, La mala puta. Réquiem por la literatura
española en los blogs de reseñas que frecuento. Un libro que pretende
reflexionar, sin tapujos, “sobre lo que podríamos llamar un estado lamentable
de la literatura española actual”, escribe Román
Piña (Palma de Mallorca, 1966), coautor y editor del libro en la página
169, “para unos pocos cientos de posibles interesados”. Ya que la lectura y la
escritura es mi afición desde hace tanto tiempo, compré este libro considerando
que yo formaba parte de esos pocos cientos de lectores a los que interpela Piña
desde la primera página de su ensayo, compartido con su amigo el escritor Miguel Dalmau (Barcelona, 1957).
Este libro se divide en dos
partes: la primera escrita por Miguel Dalmau, que llega hasta la página 164; y después
la de Román Piña, hasta la página 257.
Me sonaba el nombre de Miguel Dalmau (Barcelona, 1957) por la
publicación en 2009 de La noche del diablo (Anagrama), una
novela sobre la Guerra Civil en Mallorca. No llegué a leer el libro, pero sí
que recuerdo varias reseñas sobre él. Ha publicado otras novelas y las
biografías de Jaime Gil de Biedma y los Goytisolo.
“En un país verdaderamente libre
este libro jamás habría sido escrito”: con esta frase comienza el ensayo de
Dalmau, seriamente enfadado porque la agencia literaria de Carmen Balcells no le ha permitido reproducir las citas que
necesitaba para la biografía de Julio
Cortázar que iba a publicar en 2014, año Cortázar, después de seis años de
trabajo. Un libro que se ha quedado en un cajón. Sin embargo, Balcells sí que
autorizó el uso de las citas en otra biografía de Cortázar con la que se debía de
sentir más cómoda que con la de Dalmau.
Dalmau se ha propuesto analizar
cómo hemos llegado a esta situación deplorable para el futuro de la literatura,
y empieza a acercase a los posibles culpables (“Ella sola se murió y entre
todos la matamos”). Los primeros agentes destructivos sobre los que Dalmau fija
su mirada son los autores. Éstos, apunta, parecen haberse vuelto conformistas,
plegados a las exigencias de un mercado cada vez más errático, más noqueado tras
las bajadas continuas de las ventas, obsesionado con la publicación de bestsellers, aunque estos tengan poca
enjundia literaria. Lo que se une a la desaparición de los grandes editores
(como Carlos Barral) con proyectos
personales, que anteponían la calidad literaria a la contabilidad, o que al
menos compaginaban la publicación de libros de calidad inferior (escritos por
famosos, por ejemplo) con la edición literaria. “Ya no hay espacio para los
editores clásicos ni las causas románticas” (pág. 82). La búsqueda de la
calidad y las políticas de autor parecen estar desapareciendo de los grandes
grupos. A los autores les ha vencido el deseo de conseguir grandes sumas
económicas, que cada vez parecen más inalcanzables, y para ello no les ha
importado rebajar la calidad de sus propuestas estéticas. Los autores
consagrados, como Antonio Muñoz Molina,
Enrique Vila-Matas o Javier Marías, ya conocidos y sabedores
de que los libros que presenten a sus editores se van a publicar, sean como
sean, apunta Dalmau, han decidido no arriesgarse a perder su público y repiten
constantemente las fórmulas con las que tuvieron éxito en el pasado. Las
promociones de libros, las grandes inversiones en radio o el desembarco masivo
en librerías son cada vez más para los libros sin ambiciones literarias; y aquí
Dalmau no tiene reparos en citar a los que considera los cuatro fantásticos: Carlos Ruiz Zafón, Julia Navarro, Matilde
Asensi e Idelfonso Falcones.
Hace unas décadas, el lector medio sabía que las novedades literarias importantes
eran las de autores como Camilo José
Cela, Miguel Delibes, Gonzalo Torrente Ballester o Ana María Matute, capaces de renovar
sus propuestas con más continuidad que las figuras consagradas actuales. Para
un lector medio no hay ahora mismo distancia entre, por ejemplo, Ruiz Zafón o
Javier Marías.
El lector medio ha bajado también
el nivel de exigencia. Hace treinta años, apunta Dalmau, una persona cultivada,
un médico o un arquitecto, estaba al tanto de las novedades literarias, de la
última novela de Cela o Delibes, algo que en la actualidad ha ido
desapareciendo. Ahora la persona más preparada y la que menos coinciden en
dedicar su tiempo de ocio a los deportes: fútbol –sobre todo–, pero también a
la Fórmula 1, por ejemplo.
Otro eslabón roto de la cadena
literaria, apunta Dalmau, es el de la crítica: han desaparecido también los
críticos de referencia como Rafael Conte
o Miguel García Posada, que
escribían reseñas de calidad y con rigor. Se analiza con profusión el caso de Ignacio Echevarría, serial killer de la crítica le llama
Dalmau, que, según él, se dedicó a destruir la obra de sus colegas de
generación. Hasta que, desde su púlpito de El
País, empezó a disparar también contra los libros de la editorial Alfaguara
(perteneciente al mismo grupo que El País),
lo que acabó con su cese en Babelia. Y desde entonces los críticos han tomado
nota y se muestran mucho más complacientes con los libros que han de reseñar.
Los premios (como el Nadal) ya no
descubren nada. Para ser premiado y vender libros antes hay que ser conocido;
presentador de televisión principalmente.
No estoy muy de acuerdo con algunos
enunciados del ensayo de Dalmau, sobre todo cuando apunta que algo que
perjudica a nuestros autores es su ego desmesurado. Sobre este tema nos cuenta
algunas anécdotas jugosas, pero considero que, a pesar de ser divertido, esto
del ego es algo común a los escritores de cualquier país y época.
Un capítulo que comentar es el
titulado Tocador de señoras (breve
incursión machista), en el que Dalmau habla de las mujeres de los
escritores (considerando, como broma, que sólo hay escritores hombres),
sufridoras de los egos desmesurados de sus parejas. Igual que el anterior, me
ha parecido éste un capítulo divertido, pero que no añadía nada a la tesis
argumentativa principal: “Esposas, compañeras, amantes… Obviamente no las
considero responsables del hundimiento de nuestra literatura, pero sin duda son
cómplices de su mediocridad” (pág. 43). En realidad, este tipo de
consideraciones las leía como si formaran parte de una novela; como si
estuviese leyendo, por ejemplo, El premio Herralde de novela de Jordi Bonells. Son páginas divertidas,
subjetivas, pero que se alejan de la tesis de búsqueda propuesta en el ensayo.
Tampoco estoy de acuerdo con una
idea que apunta Dalmau: la distinción entre los escritores “llamados” y los
“elegidos”. Para él, el escritor ha de ser capaz de dejarlo todo y escribir sin
ataduras. Algo que no deja de ser paradójico dentro del panorama que ha
dibujado: sin no hay editores literarios, ni críticos que puedan encumbrar la
obra, ni lectores para recibirla, ¿cómo va a alguien a hacer la apuesta suicida
de dejarlo todo para intentar vivir de lo que apunta que no se puede vivir?
Intentar vivir de la literatura parece más bien el principio de la
claudicación: vivir de ello exige escribir el bestseller que quiera el editor, pactar con la agente literaria y
el editor para ganar un premio suculento, etc. En realidad, me siento más identificado
con la idea que apunta Román Piña (Palma de Mallorca, 1966), la de la literatura
como hobby. Así, el escritor debe
tener otro trabajo que le permita escribir con apreturas de tiempo, sin duda,
pero sin presiones económicas.
El estilo literario de Dalmau es
muy fluido, coloquial muchas veces, lleno de frases hechas e interjecciones muy
directas al lector, como “esto no es así, colega”. En más de un caso los males
de la literatura española parecen deberse precisamente a ser española, según se desprende de
comentarios como este: “Esto es España: si fracasas nadie te echará una mano, y
si triunfas harán lo imposible para amargarte la fiesta” (pág. 120), y otros
alusivos al ego superlativo de los españoles.
La parte de Román Piña es menos
visceral que la de Miguel Dalmau. Piña apuesta, como ya he señalado, por una
literatura no profesionalizada, por la literatura como hobby. Para escribir su
parte del libro ha entrevistado a algunos de los escritores que surgieron con
fuerza en los años 90. Toma como paradigmático el caso de Pedro Maestre, que con veintinueve años ganó el premio Nadal con su
novela Matando dinosaurios con tirachinas, firmó con Planeta un
contrato millonario para la publicación de sus dos siguientes novelas, y ahora
mismo lleva ocho años sin publicar nada y once obras inéditas. En los años 90
aún parecía (yo como aspirante a escritor lo recuerdo bien) que alguien joven
podía despuntar en el mundo de la literatura y vivir de ello, algo que ahora
mismo parece imposible.
La mala puta es un ensayo
doble que deberían leer todos los interesados en la escritura que quieran
conocer de primera mano opiniones y anécdotas que, si están pendientes del
mundo de la cultura en España, es posible que conozcan ya de primera mano. Realidades,
como las de los premios literarios concedidos de antemano, que todo el mundo
que conoce el medio sabe, pero de las que rara vez se habla. Este libro es
desolador para un lector que, por ejemplo, tenga veinte años y quiera dedicarse
a la literatura, pero para mí, que lo he leído a los cuarenta, es en realidad
alentador. No me ha dicho nada que no supiera, pero me he encontrado con opiniones
sobre muchos temas que comparto (la bajada del nivel medio de la literatura, de
los editores, de los lectores…). Además, está contado de una forma divertida y
ocurrente (me he reído mucho con algunos pasajes, como el referente a la
existencia de las agentes literarias, que siempre, apunta Dalmau, son mujeres,
y que sirven para contrarrestar el peso del editor, que siempre suele ser un
hombre, formando así la figura freudiana del editor-padre y la agente-madre).
El texto está plagado también de anécdotas sabrosas sobre el mundillo
literario. Ya he apuntado la de Carmen Balcells y la biografía de Cortázar,
pero hay aquí también historias jugosas sobre Pere Gimferrer (una pura
contradicción de Dalmau: después de cargar contra los escritores que buscan
favores en vez de tratar de escribir bien, ataca a Gimferrer porque no le
publicó su novela, pese a todas las recomendaciones del joven Dalmau gracias a
sus contactos familiares. Me reí mucho con esto. ¿Gimferrer villano o héroe?), Enrique
Vila-Matas o Pedro Maestre, pero no quiero contarlas todas aquí para no
estropear la sorpresa a los lectores.
Un libro valiente, en definitiva
–visceral, subjetivo, divertido y contradictorio, también–, que se atreve a
afirmar, en voz alta y con nombres propios, lo que normalmente se dice en voz
baja en los cada vez más mermados círculos literarios. Cuando escribo esta
reseña, leo en facebook que ya ha aparecido la tercera edición de este libro.
Me alegro y espero que La mala puta
sea motivo de reflexión y debate.