Era vieja y estaba un poco ajada; la perdí, y con ella se fue mi compañera en las largas colas de facturación de equipajes. Era mi ojito derecho, siempre pendiente de ella en las zonas de consulta en los paneles informativos, en la cafetería o en las cintas de las maletas. La sentía vulnerable si no le prestaba atención. Lo hacía con prudencia, tratando de no obsesionarme, siempre con la confianza de que estuviera cerca de mí.
Era atractiva, aunque siempre traté de que no llamara la atención. Me esforcé por que no destacara del resto y de que hiciera una vida anodina. Le puse una lacito y traté de que no perdiera su personalidad. Incluso la hice mayor para dificultar la presencia de entrometidos. Era inevitable, porque ella misma ya era un valor. A pesar de todo, traté de eximirle de reponsabilidad y asumí que las cosas de interés debieran ir pegadas a mí. Amigos ocasionales tuvo siempre, e incluso pretendientes pesados que revoloteraron a su alrededor.
Cuando desapareció me embargó la angustia. La creí perdida para siempre; no podía ser, después de tanta atención y de tanto apego. Creí morir y con ello mis recuerdos y pertenencias. Me volví loco, miré a mi alrededor. No estaba. Corrí a decírselo a las autoridades. Era mía, mi vida. Recurrí al móvil. El mecanismo estaba activo y me indicó el lugar. Volví a correr, volé; no me daba el corazón. Las fuerzas del orden se pusieron en marcha.
La hallamos en manos de un desconocido. La llevaba con la alegría de haber pescado la pieza más preciada. Iba satisfecho. Estaba en su poder y se frotaba las manos. El GPS, su guarda de seguridad de incógnito, me la devolvió. Suerte no: prudencia.