Revista Cultura y Ocio

La mano

Por Calvodemora
La mano
Fotografía: Jesús Ruiz "Gitanito"
En una mano están todas las manos del mundo.
Cualquiera, sin importar qué arrugada o tersa esté, si exhibe la tralla del tiempo o se ofrece espléndida y novicia, es la misma mano, la antigua mano que prendió el fuego o torció el cuello de una bestia o la que construyó las catedrales o se deslizó con ardor por la piel ajena. Adentro, donde la mano deja de serlo, si es que una mano pueda dejar de ser mano en alguna ocasión, está la memoria del tiempo y del espacio, está el ruido de las cosas que todavía no se han hecho, está el silencio de las cosas que todavía no se han pensado. Era entonces un mundo sin manos todavía.
Es posible que en el inicio, en aquellos tiempos de zozobra cósmica y de quietud infinita, la mano no cupiese en el diseño de todo lo que estaba por venir.
Era más lógico que antes de las manos, mucho antes de que se adueñaran del mundo, existiesen las piedras.
Cuando pequeño, pensaba que el origen de todo estaba en las piedras, como si fuesen una emanación de la divinidad y anduvieran, huérfanas, solas, ocupando los campos y las ciudades, el fondo de los ríos y la cima misma de las cumbres.
No sabe uno mucho de piedras, ni de manos, pero sé que a ninguna de ellas se les ha dado el mérito que tienen.
Quizá no apreciamos la piedra al modo en que apreciamos las manos.
Ahora mismo, mientras tecleo, observo con detalle cómo funcionan las mías.
Llevan años haciendo lo que hacen y siguen cumpliendo, aceptando lo que les ordeno, sin flaquear.
Son manos dóciles, perfectas a veces, se duelen, se arquean cuando el placer las ocupa, pero no flaquean, nunca se las ve titubear, ni se esconden cuando se les exige arrimo.
Una mano, cuando de verdad ceja en su brío, decae en su tarea, alerta sobre el fin de quien la posee, sobre su finiquito.
De la mano, de su oficio divino, provienen todos los demás oficios.
Incluso el de escribir viene de ahí.
A mis alumnos les digo que no escribo yo cuando lleno la pizarra de palabras y de dibujos y de números: es mi mano la que escribe, ella es la que coloca las palabras y los números.
Ella es la que decide qué palabra colocar.
Vivimos de nuestras manos, da igual qué trabajo desempeñemos.
Podemos usar la voz, pero es la mano la que hace gestos cuando hablamos.
El ciego, el de las manos precursoras que recitó Borges el ciego, se vale de ellas para explorar el mundo.
No es el mismo mundo que se ofrece a quien tiene intacta la facultad de la vista: es otro, seguro que es otro, no tiene la misma consideración sensible, no posee el mismo rango sensible.
Los árboles no son siempre árboles.
La luna no es siempre la luna.
El azul del mar no es siempre el azul del mar.
Para quien ve, no hay manera de entender qué se siente en la privación de la vista, pero no hay diferencia si son las manos las que nos faltan.
En esa orfandad, carecemos de la voluntad del tacto, nos la retiran, es esa orfandad la que nos educa, con la que contamos para desentrañar la esencia de las cosas, el azar de las cosas. Recuerdo esa frase recurrente que sostiene que estamos en manos del azar.
Se le ponen manos al infortunio, se le asigna el cometido de manipular, lo cual es una redudancia un poco jocosa.
No sé qué harían las manos si no manipularan.
El verbo se regodea en el sustantivo que lo conforma.
O es al revés.
La lengua es una trampa, las palabras son una cárcel.
Las manos, da igual cuáles, todas las manos son la misma arquetípica mano, buscan quién las sostenga, sólo anhelan que alguien las registre, les dé nombradía, un lugar preeminente en el escalafón de los milagros de los que tenemos constancia.
Un milagro es una metáfora, una especie de falseamiento interesado de la realidad, pero hay milagros de verdad, de los que ocurren sin que intermedie los procedimientos de la ciencia. Las manos son una evidencia de la fe.
Hay manos que oran.
La fe es una dádiva, no se desea, no se busca, se aloja a su antojadizo capricho, no hay instrucciones para que se impregne, lo hace o se queda al margen, en la periferia, sin que importe mucho que ande por ahí, como al acecho, avisada por si un descuido permite que se cuele y prospere su catecismo de metáforas.
Tampoco sé bien fe en quién o en qué.
La fe es un asunto del que se ha escrito mucho, pero nada que podamos contrastar, ni pesar en una balanza fiable.
Uno tiene fe en el mundo cuando ve dos manos que se entrelazan.
Los dedos ensayan su coreografía impecable y encuentran otros dedos con los que fundan un mundo y escriben una historia.
A veces es de amor la historia; otras, cuando no se anudan, ni se codician a la vista o en secreto, es de miedo.
El miedo a no saber, que es el miedo fundamental.
O el miedo a saber y no tener nada con qué combatir esa epifanía.
Hay manos terribles, manos que aprietan más de lo que está permitido; manos que aprenden a obedecer y terminan fabricando bombas.
Manos que empuñan armas.
Manos que violentan mujeres.
Tristes, cansadas manos que tiemblan.Una mano es una declaración de intenciones.
Una mano es una catedral en el aire.
Una mano es la evidencia de que estamos en el buen camino.
Una mano es el mapa de la sangre que la recorre.
En una mano están todas las otras manos.
Ninguna queda afuera, no hay mano que no esté en esa.

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