Revista Opinión

La mansión

Publicado el 31 mayo 2018 por Carlosgu82

Ese día no me apetecía en absoluto salir a la calle, hacía un calor insoportable. “Y eso que aún estamos a principios de junio, y el verano oficialmente no está aquí”. -Me dije- Pero, el trabajo es el trabajo y había que cumplir. Por lo que, después de pedir el servicio de taxi, cogí los papeles, me despedí de mis compañeras y salí a la puerta a esperar.

La espera no fue muy larga, más o menos diez minutos después un vehículo blanco y amarillo me recogía. Le dije al taxista que me llevara a la dirección facilitada: una casa de campo cerca de una de las playas más concurridas de la isla y, lo que son las cosas, lugar de veraneo de uno los presidentes del gobierno cuando estuvo allí, según me dijo el conductor. “Qué bien” -Le dije- Aunque en mi más fuero interno, pensaba, “Y a mí qué me importa”.

Mientras íbamos hacia allí, el pobre hombre (imaginé que tendría ganas de hablar con alguien) se pasó todo el trayecto narrándome historias del susodicho mandatario, del gran follón que se había armado a raíz de su llegada, después vendría la del otro presidente al cabo de unos años, y el follón fue mucho mayor. Educada que es una, le dejé hablar, pero no vayáis a pensar que le hacía mucho caso, vamos. Vale, está bien, habéis acertado, no le hacía ninguno. Menos mal, me dije, al cabo de un rato, que llegamos al camino sin asfaltar y lleno de hierbajos y piedras que nos llevarían a la que muchos denominaban “mansión presidencial”, Salí del taxi carpeta en mano en cuanto el vehículo se detuvo, pensando en que sólo estuvo quince días un verano y ya lo llamaban “mansión presidencial”. No, sí…la peña está muy loca.

A simple vista, no había indicios de que hubiera nadie residiendo en la mansión. Pregunté en la casa de al lado y, en efecto, hacía años que en la vivienda no moraba nadie, ni siquiera en verano.

-Los últimos que estuvieron ahí -Me informó un chaval joven, de unos dieciséis o diecisiete años, alto y bastante delgado- fueron Zapatero y su familia. Después, nadie. Dicen que la casa está maldita, ¿sabe?

Estuve en la tentación de preguntar si por culpa del ex mandatario, pero me lo ahorré. Pese a la información facilitada, parte de mi trabajo también consistía en aproximarme a la finca y asegurarme que, en efecto, allí no vivía absolutamente nadie. No es que no me fiara de las palabras del chaval, ¡dios me libre!, pero por si acaso…Así que le dije al taxista que se esperara unos minutos mientras yo iba a indagar. Menuda gracia me hacía, una casa abandonada, vieja, toda cubierta de maleza, no se veía por ningún lado donde estaba la puerta de entrada, tampoco se veían ventanas…” ¿De verdad alguien puede vivir así?” -Pensé- Y es que una está habituada a la civilización y morar en un lugar así, como que no. Preferí no pensar cómo sería de noche, eran casi las dos de la tarde y ya me estaban entrando todos los males, y me acerqué a un lado a ver qué averiguaba: si descubría alguna puerta, por ejemplo.

Nada. El vecino que me había dado la información se aproximó, dándome un susto de muerte por cierto, pidiéndome si necesitaba ayuda y recordándome lo que minutos antes me había dicho. Le di las gracias y le dije que, de momento, no necesitaba sus servicios. Aunque eso duró un suspiro, porque no os podéis imaginar segundos después lo que sucedió: la maleza comenzó, primero muy lentamente para después hacerlo con toda su furia, a moverse, a desprenderse de las paredes. Con las partes izquierda y derecha, la hierba se transformó en dos colosales brazos que, de repente, se acercaron a mí y me abrazaron con furia, fuertemente y no me querían soltar. Me quedé muda, miré hacia arriba y vi en la parte alta del edificio cómo se formaron unos ojos maléficos y verdosos impregnados en sangre, y una boca con unos dientes afilados que iban descendiendo de altura. Quise mirar a los lados, pero estaba totalmente inmovilizada, solo podía mirar al frente. ¿Dónde estaban tanto el taxista que me había traído hasta allí como el joven que me había explicado que allí no vivía nadie? Si hacía quince minutos estaba asustada, y eso que era mediodía, por ir a un lugar así, ahora estaba acojonada. Seguía preguntándome donde estaban, cuando de las fauces de la casa vi salir disparado un vehículo el cual se hizo añicos en el suelo, para luego ver escupir a un hombre regordete, calvo y con bigote, que rondaría los cincuenta: el taxista.

Ahora sí que tenía miedo, puesto que di por sentado que el joven correría la misma suerte y lo vería aparecer vete a saber cómo entre las furiosas paredes de la mansión. Y, así fue, al cabo de unos minutos que a mí se me hicieron eternos, vi algo que no se me olvidará en la vida: primero su cabeza, con unos ojos que denotaban entre miedo y sorpresa, para luego ir viendo fragmentos del resto de su cuerpo: ahora brazos, luego piernas, después el torso…

Me di cuenta, en ese momento, que no me quedaba mucho tiempo, iba a morir. Y, pese al terror que sentía, el verdadero pánico era no haberme podido despedir de mis seres queridos: no haberle podido dar un último beso a mi hijo, sobretodo eso, no haber podido echar la última timba con mis hermanos y mis sobrinos, no haber podido disfrutar más de mis amigos y amigas. No haber podido hacer tantas cosas que tenía pendientes y que una siempre dejaba para “mañana”. Y, ahora, me daba cuenta, tarde, que lo que importa es el “hoy”.

Segundos después, fui engullida por la casa y todo fue oscuridad. Me eché a llorar como jamás había llorado pero, pese a todo, di las gracias porque a pesar de que se acababa terroríficamente, mi existencia había sido corta, pero maravillosa e intensa.

FIN


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