“ARINSAL”
Habían pasado más de cinco años desde que Carmelo de la Prida y sus amigos, todos ebrios y embrutecidos, la violaran y apalearan por turnos en un barrio devastado a las afueras de Jerash, en su Jordania natal.
Pensaron, sin duda, que la habían matado cuando abandonaron su cuerpo inerte, oculto sin demasiada meticulosidad ni pericia, bajo los cascotes, ripios y escombros de unas obras inacabadas.
Encontraron a Arinsal, medio desnuda y temblando de pies a cabeza, más allá de la medianoche. Una familia de indigentes, exiliados de la vecina Siria, la había llevado hasta un hospital en uno de esos carritos que se pueden encontrar en todas las grandes superficies comerciales para abastecerse.
Lo más complicado había sido granjearse la amistad de la estólida hija de Carmelo, Edurne. Parecía una diva del celuloide, con su físico de genética envidiable y sus estudiadas poses para atraer las miradas de los hombres hacia la belleza incuestionable de su figura escultural.
No soportaba su huera vanidad, ni el desparpajo indolente con que despachaba a sus numerosos pretendientes, a quienes manejaba como si fueran juguetes entre sus perfectas manos de porcelana. Pero la necesitaba, por mucho que le pesara, pues Edurne sería la llave que le abriría las puertas de Arcalís, la descomunal residencia palaciega donde vivía el omnipotente depredador que había convertido su vida en una pesadilla sin retorno.
Arinsal se quedó unos instantes contemplando cómo se sumergía en la humeante tetera la servilleta de papel donde aparecía un nombre tachado con tinta roja: GABRIEL MORÁN.
A través de la prensa supo que ese miserable seguía vivo, aunque el tren que le pasó por encima le había amputado las dos piernas. No estaba muerto, sonrió irónica, pero paralítico también le servía para atenuar su prurito de venganza. En Turín buscaban a una mujer de larga cabellera dorada y ojos azules como autora del fatídico empujón que casi le costara la muerte. El ajuar completo de camuflaje, peluca y lentillas postizas incluidas, lo había carbonizado y arrojado en una bolsa de basura a un contenedor de la Vía Alfieri. La primera etapa de su delirio vindicativo estaba en marcha. Arinsal se levantó y se dirigió hacia los monitores. Su vuelo a Barcelona salía en menos de una hora. Le había prometido a Edurne quedar para comer en el flamante restaurante Manairo.
“LORENZO”
Lorenzo quedó estupefacto cuando la pantalla de su ordenador portátil le mostró el copioso caleidoscopio fotográfico de la despampanante mansión Aracalís. Observó que alguna de las fotos venía rotulada con el sobrenombre de “Mansión de los amores malhadados”. Frunció el ceño. Le sonaba casi luctuoso, tenebroso, aciago, dominado el epíteto por un halo de tristeza y ancestral encantamiento. Tendría que preguntarle a Edurne a qué obedecía tamaña descripción, pensó Lorenzo mientras se disponía a abandonar la isla de Mallorca para regresar a Otero. Su padre estaba trabajando en la restauración del tejado del Santuario de la Virgen de los remedios y le había pedido que le echara una mano, ahora que disponía de unos días de asueto antes de que partiera a Madagascar para guiar a un grupo de turistas irlandeses a través de sus junglas inhóspitas.
Sus pensamientos andaban trajinantes recolectando una y otra vez memorias recientes de su incipiente relación con Edurne, o lo que fuera aquella mutua adicción a telefonearse o enviarse mensajes cada diez minutos plagados de corazones de colores y trilladas frases de requiebros y cortejo. Sin embargo, una sombra de apatía se empecinaba en amustiar el revoloteo jubiloso de su corazón. Edurne pertenecía a una familia muy pudiente, millonarios de nuevo cuño que jamás respirarían el mismo aire que la plebe de la mediocridad a la que él pertenecía. Aún se preguntaba qué diantres podía haber visto en él una mujer de bandera y opima fortuna como Edurne de la Prida. Nadie que trabajara honestamente podía permitirse vivir en una “casa-castillo” como la que aparecía en el crisol fotográfico, se asentó en su mente una malsana sombra de sospecha.
Era Edurne una de las mujeres más bellas que había conocido Lorenzo a lo largo de sus 36 años de vida. Acaso fuera el destino incognoscible el que hubiera lanzado sus saetas para unirles en aquella discoteca ibicenca, Amnesia, donde según su amigo Bernabé acudían regularmente futbolistas de renombre y personajes de la farándula. Verdad o ficción, poco le importaban esas naderías. Además, Bernabé tenía la costumbre de hablar con presunta erudición sobre temas que desconocía por completo. Cuando los ojos azules de Lorenzo se posaron en aquella beldad vestida de raso blanco, las giratorias luces de colores, la música atronadora, la turba danzante, todo desapareció como engullido por un monstruo de las tinieblas para desgarrar la oscuridad con un rayo de luz y gestar la aparición virginal de una diosa terrenal de porte distante y belleza marmórea. Edurne tenía la piel blanca, tersa, esculpida, y sus ojos eran dos mares de aguas cerúleas. Contrastaba esa nitidez con la sensualidad pletórica de su boca y sus labios de tonalidad sanguínea. Una llamada inesperada descompuso el flujo de sus pensamientos. Lorenzo contempló la pantalla de su teléfono. No era la bella Edurne, se crispó su faz apolínea. Se restregó las manos en la leonina cabellera de suaves rizos crespos y dorados. Su padre. Conociéndole como le conocía, debía estar ya impaciente, preguntándose a qué hora aparecería por Otero. Por un instante se sintió tentado de dejarle en espera y llamar a Edurne, simplemente por el placer de escuchar su voz. Finalmente, muy a su pesar, optó por atender la llamada con su acostumbrada paciencia y benevolencia.
“UNA CITA CON EDURNE”
Llegó Arinsal con casi un cuarto de hora de antelación a su cita con Edurne. El restaurante Manairo, en la Carrer de la diputació, estaba a esas horas del mediodía bendecido con un nutrido batallón de comensales. Edurne había reservado mesa para dos. Por un lado le soliviantaba aquel encuentro. Edurne hablaría por los codos de nonadas intrascendentes y de su nuevo amor, otro más, Lorenzo Lagos, mientras ella sólo ansiaba el momento de ser invitada a la mansión Arcalís para reencontrarse con Carmelo de la Prida después de 5 largos años.
Había sido un largo camino, pero todo merecía la pena cuando se trataba de exorcizar demonios del pasado. Arinsal sonrió al recordar cómo había conocido a Edurne en la Feria Internacional de Turismo en Madrid hacía tan sólo 3 meses. Al enterarse de que ella trabajaría en el pabellón de Cataluña, Arinsal había movido cielo y tierra para hacer lo propio en el de su país, Jordania. Era su oportunidad, tenía que conocerla para acercarse a Carmelo de la Prida. Una mujer tan hermosa como ella, culta, políglota, con experiencia en el sector del turismo y amplios conocimientos de la idiosincrasia e historia de su país no tuvo grandes problemas para encontrar trabajo temporal en uno de los Tour-operadores que acudirían al ecuménico evento. También influyeron sus descomunales dotes de comunicación, seducción y capacidad para venderse a sí misma como personal cualificado imprescindible.
La vio llegar, sin prisa, como si fuera la dueña del tiempo propio y ajeno. Como de costumbre su atuendo y maquillaje eran impecables; parecía una modelo de un catálogo de Vogue. Ondeó su mano y se le iluminó el rostro ebúrneo cuando la descubrió plantada ante la puerta del restaurante.
-¡Ya estás aquí! Tú siempre tan puntual –parecía un reproche más que la alabanza de una virtud. Se besaron en las mejillas. Edurne debía haberse duchado aquella mañana bajo una cascada de perfume de Carolina Herrera. Se apartó Arinsal rápidamente, fingiendo que no le disgustaba el exceso de su aroma artificial.
-Ya me conoces –repuso Arinsal lacónica. Aunque dominaba el castellano a la perfección, su dicción sonaba trabajosa y áspera, como si trastabillara o rebotara cada palabra sobre un lecho pedregoso.
-¿Qué tal tu día? –le preguntó Arinsal de manera casual. Edurne parecía que se iba a desmayar. Ella era así de teatral para todo, por lo cual no le sorprendió en absoluto su respuesta-.
-Agotador. Esta vida mía tan ajetreada va a acabar conmigo. No veo el momento de volver a encontrarme con Lorenzo, pero claro, antes de eso debo estar divina para él, y eso conlleva ir de compras. Antes tendré que soportar los interrogatorios de Carmelo y discutir, como de costumbre, con mi rarita hermana Lucrecia, imagínate, ¡un horror!
Arinsal tuvo que hacer un esfuerzo ímprobo para no reírse. Podía imaginar cuán horrendo habría sido el día de aquella necia malcriada: Cita en la manicura a primera hora de la mañana, intercambio de mensajes con el insufrible Lorenzo, mohines de disgusto para ahuyentar a los moscones de turno que siempre babean a su paso y conversaciones hueras con alguna amiga tan veleidosa como ella.
Se sentaron en una mesa recoleta al fondo del restaurante. Edurne, extremadamente preocupada por eternizar la majestuosidad de su curvilínea figura, pidió simplemente un consomé y una infusión de menta.
-Pero ¡Cuéntame! ¿Qué aventuras me traes de Turín? ¿Has conocido a alguien interesante? –susurró Edurne mientras sorbía su consomé caliente y la miraba con creciente picardía. Pese a que detestaba la mentira, Arinsal no tuvo más remedio que descolgarse sin paracaídas por el abismo de la falacia. No importaba lo que dijera, sino que ello fuera justo lo que una persona como Edurne esperaba escuchar.
Por un instante Arinsal pudo visualizar la espalda de un hombre despreocupado que esperaba junto a un andén, leyendo un ejemplar del diario deportivo La Gazzetta dello Sport. Sintió entonces un leve escalofrío al evocar el contacto de su mano contra esa espalda relajada y levemente corcovada. Después, un empellón en el preciso instante en el que el tren hacía su entrada en la estación de Torino Porta Susa.
-¿Estás bien? – sonaba a reproche, otra vez, la voz de la impertinente Edurne.
-Sí, sí, claro –retornó al presente Arinsal. El camarero acababa de plantar sobre la mesa la lubina al horno que había pedido tras unas exquisitas lentejas de la Armuña. Esbozó su mejor sonrisa y le concedió a Edurne la exclusiva que buscaba.
-Conocí a alguien –se ruborizó Arinsal, cubriéndose el rostro con las manos. Estalló en su garganta una nerviosa risa de genuina verecundia-. Pero no me pidas detalles porque no me acuerdo de nada. Creo que bebí más de la cuenta –confesó arrebolada-.
-¿En serio? –Alzó la voz Edurne, escandalizada- ¡Eres una libertina! ¡Quién lo habría dicho! –Festejó la burda patraña la reina de la salacidad-.
Arinsal representó a la perfección el rol de la mujer incontinente que describía Edurne; la soflama en su bello rostro atezado casi lo corroboraba. Se puso seria de repente, mirándola con sus enormes ojos de hechicera de color avellana.
-¡Basta ya de hablar de mí! Tanto tiempo escuchándote alabar a Lorenzo y todavía no le conozco. ¿Cuándo piensas presentármelo? ¿No pretenderás quedártelo para ti sola? –Bromeó socarrona. En la faz perfectamente esculpida de Edurne se plasmó una mueca de conturbación y enojo infantil. La gata de tersa dermis alba y mohines estudiados era posesiva; tan candorosa además que no sabía discernir entre la chanza y los asertos rigurosos. Arinsal tuvo que sonreír amistosamente para desbloquear la tensión. Ese ademán debió interpretarlo Edurne como simbolismo de una mofa premeditada que no conllevaba malicia ni intencionalidad. Copió muy sonriente la expresión de su amiga, como si acabara de reparar en la evidente perogrullada-.
-Pues mira, si tanto interés tienes en conocerle podrás hacerlo muy pronto. Lorenzo se marcha a Madagascar con un grupo de turistas para meterse por la selva y fotografiar animales; ya sabes, esas cosas que les da por hacer a algunos hombres aventureros. Pero a su regreso le invitaré a casa para que conozca a mi familia. Habrá también buenos amigos. Puedes venirte, claro.Le dio un vuelco en el corazón a Arinsal. ¿Acababa de lograr su propósito sin el menor esfuerzo, casi de carambola? Por supuesto que acudiría a aquel evento. En su faz se plasmó una sombra de aversión que repelió de inmediato. Tenía que conservar la calma. Sus anhelos de venganza pronto se verían saciados y recompensados.
Pensó Arinsal en lo que acababa de decir Edurne sobre su novio. Por el modo de expresarlo supo de inmediato que Edurne no albergaba el menor interés en compartir ni departir sobre las motivaciones de Lorenzo. Además, era evidente que éstas le parecían estrafalarias e incomprensibles. ¿Qué se podía esperar de una mujer de catálogo y alma de princesa de cuento de hadas? En realidad, prosiguió cavilosa Arinsal, no podía sentir animadversión hacia ella, pese a la ausencia de “vida inteligente” en su mollera de paja, pues le resultaba muy simpática y dicharachera. Esperaba Arinsal poder dispensarla de los inevitables daños colaterales que probablemente surgirían cuando comenzara su cruzada contra Carmelo de la Prida. No le deseaba ningún mal a Edurne, más bien al contrario, la liberaría a ella y al mundo entero de un ser abyecto que merecía con creces ser erradicado de la faz de la Tierra.
“LA TORRE SALVANA”
El castillo del infierno, en la Colonia Güell de Santa Coloma de Cervelló, había sido en tiempos de la condesa Teresa de Beraustegui una fortaleza defensiva de estilo románico. Supuestamente estaba encantada desde el siglo X. Carmelo contempló displicente los restos arcaicos de las atalayas, desde las cuales decidiera la infausta condesa descolgarse con una maroma circuyendo su grácil cuello de cisne. Desde entonces, la Torre Salvana se había convertido en epicentro de peregrinación de espiritistas, videntes, taumaturgos, nigromantes y diletantes de la magia negra. Carmelo no sabía ni le importaba en absoluto si el castillo del infierno era morada de fantasmas ancestrales atrapados entre sus grietas. Acaso espiaran tras los arbustos y ramajes agrestes que crecían entre las piedras siniestros espectros de ultratumba. No le intimidaban las maldiciones ni las supercherías, cosas que atribuía a las mentes cerriles y en extremo fantasiosas. Tan sólo podía aseverar, eso debía admitirlo, que en ocasiones presentía que algo incognoscible parecía pervivir entre sus muros devastados. No podía explicarlo. Cuando acudía allí en compañía de Ornella u Oryana, algo le invadía de tal modo que parecía de pronto como si hubiera rejuvenecido: se sentía robustecido, dominado por una lujuria insaciable y una fortaleza y ambición desconocida.
Oryana siempre esculpía en su faz un ademán de culpabilidad cada vez que lo hacían. Carmelo comenzaba a cansarse de tanta gazmoñería pueril. El día menos pensado, se dijo para sus adentros mientras se subía los pantalones, la dejaría tirada en una cuneta; o aún mejor, se la cedería al sátiro de Rodolfo. Había que ser ciego para no percatarse de cómo la miraba. Y no era cosa extraña, pues su secretaria venezolana era un monumento, pero ya le resultaba indigesta a Carmelo con tanto melindre y recato. A fin de cuentas, no la había obligado a recaer una y otra vez en la infidelidad. Mejor para él, sonrió socarrón, y peor para Nikolay. Su hombre de confianza era un pobre pazguato que no sospechaba hasta qué extremo era una vulgar ramera su escultural novia. Carmelo clavó sus ojos azules en los de ella, del mismo tono pero mucho más deslumbrantes y cristalinos. Oryana se vestía arrebolada, con su semblante moreno, producto ello del exceso de sol y playa, tintado de casto pudor. El cabello, largo y rubio pálido, le caía negligente sobre los hombros. Estaba muy bella, caviló Carmelo, incluso así, toda azorada y contrita tras el tácito “combate” carnal que le había reunido aquella mañana bajo la podredumbre vetusta de la Torre Salvana.
Había algo siniestro, casi palpable y viscoso, reptando entre las rendijas añosas del castillo, pensó Oryana con aprensión mientras observaba con arrepentimiento atrasado a su amante. Era este lugar, prosiguió descompuesta, que le obligaba a hacer cosas que no quería hacer. Ya se había enfundado en su elegante vestido de seda escotado, a cuadros blancos, verdes, azules y malvas. El diseño se asemejaba mucho a los escenarios pictóricos de Gustav Klimt, pero en ausencia de sus características tramas espirales de tonalidad amarilla.
-No vuelvas a tocarme. Esto tiene que acabar aquí y ahora –le espetó dolida, rompiendo el tenso silencio entre los dos. Carmelo suspiró, casi complacido. Pero entonces permutó su ademán por otro mucho más acerbo. Nadie osaba a decirle a Carmelo de la Prida cuando acababa o comenzaba algo, y ésta, pensó con una sonrisa burlona en los labios, no sería la que marcara un precedente.
-Ya te diré yo cuando debes sentarte o levantarte, si hablas o te callas, si vienes o te vas. Esto se acabará cuando yo lo diga, no cuando te venga en gana a ti. Si te ordeno que te desnudes, lo haces –le explicó Carmelo en un tono claramente amenazador- y no te subas las bragas todavía, que aún no he terminado contigo. Eres mía, te guste o no.
Oryana le fulminó con una mirada. No permitiría que ningún hombre la tratara de ese modo tan cavernario. Se alejó de su lado, pero cuando la asió por el cuello y la arrojó al suelo supo que hablaba en serio al reparar en la maníaca expresión alienada de su rostro.
En la pantalla del teléfono de Sandro apareció el nombre de Ornella. Su habitual faz imperturbable demudó de inmediato. Le había dicho en más de una ocasión que no le llamara cuando estaba trabajando. Carmelo ya regresaba al coche junto a una desmejorada Oryana. Sandro se alarmó al observar su semblante demacrado y macilento. ¿Había estado llorando? ¿Eran magulladuras lo que acababa de descubrir en su cuello? El vestido de seda, antes impecable, ahora estaba arrugado y sucio. Pero, ¿Qué demonios le había sucedido a la secretaria de Carmelo? No era asunto suyo, reflexionó, volviendo a centrarse en sus problemas reales: Ornella.
Colgó al tercer tono. Sabía muy bien que su exmujer jugaba a dos bandas, dándole a él esperanzas de que acaso aún quedasen llamas que avivar en su recién disuelto matrimonio, y encamándose cuando le venía en gana con Carmelo. Les había sorprendido varias veces, pero era ahora cuando realmente Sandro se daba cuenta de que ese hecho no le resultaba en absoluto indiferente. Todavía amaba a Ornella y lucharía por recuperarla con uñas y dientes.