C. E. de Ory con su padre
"No digo, naturalmente, que me he convertido en lo que soy sólo por tu influencia".
Sé muy bien que esta escritura que te dirijo no es más que una vana ilusión. Tú no puedes leerla. Te encuentras en otros planos, ocultos para mí, y yo siento que me comunico contigo a espaldas tuyas. Las cartas que se escriben, igual que los libros, aguardan lectores de carne y hueso. Pero los seres espirituales no consideran esas cosas como útiles o necesarias a su trascendencia. Aunque en otros tiempos, parece ser, el intercambio entre los vivos y los muertos se hacía posible mediante la Ciencia Espiritual. Lo tengo aprendido y esta verdad me anima a escribirte con todo mi corazón, sin esperar respuesta materializada.
Te pido perdón por la osadía, pues obro a sabiendas de que exhibo una carta abierta. Desde luego, no lo hago a título de literato, sino de testigo. Soy un poeta que ha llegado a su madurez, y no se me olvida tu profecía. Aquel poema tuyo, "A mi hijo Carlos", cuando yo era un niño de cuatro años. Padre poeta y vaticinador, me viste tal como yo era de pequeño y presagiaste mi futuro. Tu horóscopo se cumplió a la letra. Me habías contemplado transido de angustia, y con voces exclamativas e interrogativas averiguabas la razón:
me veías "siempre tan callado, tan meditabundo, tan triste y tan pálido"; y te sobrecogía mi semblante pensativo, ya inquieto por el enigma de la existencia; hablabas conmigo, como si pudiera entenderte, y en verdad me inicias en cosas recónditas. Porque todo el asunto de tu delicado poema es adivinación y anuncio de mi sino. Ahí descubres las esencias de mi ser y me llamas con palabras hierofánicas: "eres un vidente, un zahorí o un mago" y te parece que mi espíritu filosofa quizá con la clarividencia de algún gnomo extraño, lo dices así y luego concluyes:
Cuando yo salí del vientre materno, el 27 de abril de 1923, un viernes, mes y día de Venus para los romanos, tú, también de nacimiento homo Venerius, contabas treinta y nueve años. Hasta tu muerte en vísperas de cumplir cincuenta y cinco años, vivimos en la casa señorial que tú heredaste, cuna tuya que también lo sería de tus ocho hijos. Mansión de los Ory gaditanos, la de los amplios miradores y tres pisos, empinada frente al mar Atlántico. Hace tiempo que no nos pertenece, pero ahí está, siempre de color verde, resguardada de los vientos en su rincón de la Alameda Apodaca. Enseñoreándose del frontispicio con el empaque de su altura, esta vivienda ostenta el remate de un pretil de azotea italianizante, gracias al juego ornamental de tres hermosas cráteras neoclásicas.
Por nuestra ascendencia y patrimonio fuimos bien nacidos. Hijos de un poeta, a su vez, hijo de marino. Esta doble influencia, esta tradición binaria, que te debo a ti, acabaría por establecer mi identidad absoluta, conforme al aserto platónico: "Hay tres géneros de hombres: los vivos, los muertos, y aquellos que aman el mar".
Mira lo que te digo y que da razón de mí. Caí al mundo en esa punta marina que se llamó Tarsis en los tiempos bíblicos, cuando fue visitada por Jonás. Eché una primera mirada al mundo y estaba cerca el mar. Tú lo has cantado mucho antes que yo -"Frente al mar Atlántico tejo mis canciones"-, no obstante que ambos igualmente sabíamos del océano como aborígenes costeños, casi insulares.
¡Ah, déjame seguir por donde iba! La dicha metafísica de haber nacido a orillas del mar, en cuanto a mí, me parece la sola bienaventuranza que me acredita como un Terrae Filius. Tengo que subordinar mi nombre, mi estirpe a la pasión de criatura terrestre. Si yo hubiera venido al mundo en otra litosfera, en otra atmósfera distinta, en otros horizontes cerrados, no sería meridional y no correría por mis venas sangre neptúnea, la verdadera "sangre azul" de mi nobleza.
Te escribo en abril de 1984 a punto de cumplir sesenta y un años. Soy un hombre mayor que ha conservado el fondo de seda de la niñez.
Sé que no sabría apropiarme la fórmula del personaje de Poe, pese a lo que me fascina: "Mi primer nombre es Egaeus, pero no mencionaré mi apellido. Puedo decir, sin embargo, que no hay en este país mansión más honrada por el tiempo que mi sombrío castillo heredado"... (Berenice). No es la mía la casa señorial de una estirpe de visionarios, sino todo lo contrario. En tu despacho, que también era tu biblioteca, del gran mirador, cara al mar, veía yo a un poeta en su torre de marfil soleada. A través del cierro de cristales penetraba la divina luz. Y esa luz que me dio en el cuerpo, se me quedó en el alma.
Recuerdo vivamente la estampa genesíaca que fue la biblia de mis sentidos. Todavía cuelgan algas de mis huesos. Hay yodo en mi conciencia soleada y en el Egipto de mis ojos nostálgicos se levantan palmeras. No salgo del sueño vitalicio que aquel entonces se avenía con mis ojos abiertos, y de noche, desvelado, acudía puntualmente, cuando mi cama me arrastraba en medio de los mares. Yo me considero naonato. Me acunaron brazos de mar, vientos salitrosos, y del éter aromado respiré ondas de aire marítimo embriagante. Tengo un olfato ultrasensible que percibe combinaciones de substancias odoríferas; en especial la langosta y el jarmín me vienen mezclados en mi ser respiratorio. Huelo gaviotas y olas, rocas y arenas. De tal modo que mi propia esencia se coloreó de bálsamos natales.
Y esta añoranza mía de vivencias que cristalizaron en mi personalidad se asienta en la curva existencial de los años mozos. Pero no me refiero a la época disfrutada en la concordancia del hogar, sino a gozos intensos en aquellos momentos cruciales. Eran perspectivas del afán cotidiano volviendo la espalda al hogar. Y como citas con lo desconocido. Superando la norma de urbícola callejero (paso por alto el colegio y el romanticismo soledoso del parque y los jardines), yo me iba, a veces con compañeros fugitivos, a veces con doncellas extrañas, persiguiendo confines y metas aventuradas. Fuera de la ciudad, sabía yo descubrir campos vedados y terribles pantanos, nunca ahíto de peligros y de misterios. Hoy día no queda nada por explorar (ni siquiera cuevas fenicias), saliendo de Cádiz por Puerta de Tierra, y ya hace tiempo que desapareció San Severiano, su pequeña playa y los desmontes entre las vías de ferrocarril. Todo es ahora población y comercio. En mi memoria han quedado, ya para siempre imaginarios, los lugares que yo frecuentaba clandestinamente cuando tú vivías, papá, distraído y ajeno a mis travesuras.
Hoy, cuando te escribo esta larga carta, y no es pura coincidencia, se cumple el centenario de tu nacimiento. Y yo lo conmemoro así, hablando contigo a solas, libre y responsable de la fiebre de semejante acto.
Voy a acabar la única carta que te he escrito en toda mi vida. Has de saber que desde hace muchos años vivo en el extranjero. Después de vivir en París un largo tiempo, me trasladé a Amiens, y aquí estoy. Hoy mismo cumplo sesenta y un años y ¡a Dios gracias!, mi estado de salud es bueno y me permite trabajar, amar y viajar. Vivo retirado y rehúso la fama. Puedo repetirte aquello que escribí en mi diario una vez en Madrid, en 1952: "... tengo impaciencia por trabajar. Y no me gusta perder el tiempo. Si estuviera en Cádiz, tengo la playa. Y en ese terreno se puede perder el tiempo junto a la inmensidad del mar. Soy un hombre de arena, y de olas, y de caminos amplios. Las calles de Madrid están llenas de automóviles, ómnibus y tranvías. Esto me desconcierta. Camino por las calles pensando vagamente. Sin yo saberlo, pienso en el mar... ¡Oh, playa de Cádiz, testigo arenoso de mi soledad metafísica!...". Frente a mi casa, hay un bosque y soy feliz. Un beso.
(Amiens, 27 de abril de 1984)