Si los Guns N’ Roses es una de esas longevas bandas que viajan con un psicólogo para que sus miembros no terminen a machetazos durante sus largas giras por el mundo no lo sabemos. Tampoco si hay una gran conexión (musical inclusive) entre sus componentes. Más rockeros de estadio que de garito, el escenario no parece exigirles tal punto. Funcionan como un reloj con piezas de oro, una máquina en la que todos sus elementos son casi perfectos y juegan de memoria. Sus músicos apenan se cruzan en el escenario, siquiera un leve gesto. Como Laudrup, dan los pases sin mirar.
No parece haber ningún cabo suelto, ningún espacio reservado para la improvisación. Se saben un show total y así plantean su concierto. Un poco para la pantalla gigante, para la floritura, para el éxtasis pirotécnico (sin pirotecnia, de agradecer). Y no obstante, lo hacen a la perfección.
Musicalmente, pocos elementos, muchos vatios (sonido bastante sólido) y todas las apuestas al caballo ganador (caballos domados para la épica). No se reservaron ni una carta en el Estadio Benito Villamarín para las más de 40.000 personas que se congregaron para la misa gunner. Si no se vendieron todas las entradas es porque en las fechas previas al concierto se había podido poner a la venta un nuevo cupo por ajustes de producción. El gran peso de la banda recae sobre Slash, que demostró todo el catálogo de recursos que un guitarrista puede dominar. Infatigable, desatado, lideró una impecable noche instrumental a la que cualquier cantante del mundo costaría seguirle el pulso. Axl Rose ha sabido encontrar, a su manera, su lugar, dosificar tanta electricidad a lo largo del concierto sin ceder un ápice de intensidad, aunque en los últimos compases de la noche se eche de menos un poco de aire y la intensidad no vaya acompañada de demasiada precisión.
Entre los mejores momentos, después de un potente arranque con el séptimo de caballería, el espectacular guiño al capítulo ACDC del cantante como sustituto de Brian Johnson con un inesperado Back In Black que puso boca abajo el estadio. Como aquello que cuentan de la Bombonera, la cancha se movía con los botes del público. Otras salidas a repertorios ajenos: un atronador Live and Let Die (Paul McCartney), Slither (Velvet Revolver), Knockin’ on Heaven’s Door (Bob Dylan) y el I Wanna Be Your Dog de The Stooges (que en España conocimos en 1983 a través de las Vulpes con su Me gusta ser una zorra) en voz del bajista Duff McKagan (otro que, como Slash, mostró resistencia sobrada para dos estadios). Además de otros homenajes, más o menos sutiles, que pasaron desde Blackbird de los Beatles al Machine Gun de Jimi Hendrix en Civil War o el solo de Slash sobre los compases blueseros de Albert King que precedieron la apoteosis total de Sweet Child O’ Mine.
Apoteosis que, por momentos, gozó de demasiada cobertura pero de poco relleno. Instantes de gloria vacía que, pese a estar sobrados de virtuosismo, no lograban tener enchufado a su público. De hecho, aunque los fanáticos más aguerridos agradecerían el amplio repaso a un repertorio que excedió las tres horas de duración, la mayor parte del estadio (público que en parte llevaba allí desde antes de las siete de la tarde) llegó a parecer agotado en buena franja del extenso tramo final. Fue frenético, fue increíble, pero probablemente el setlist podía haberse depurado un poquito más y con media hora menos lo hubieran dejado en todo lo alto en lugar de ir matando de éxito el concierto, agonizando hasta un último electroshock final que recuperó la llama del espectador desconectado y ya algo exhausto. Guns’ N Roses estuvieron de diez en muchos aspectos, pero un diez en la música no siempre es lo mejor. Fue el caso con este gran concierto que, sin embargo, pudo haberlo sido todavía más con menos.
Antes, en el mismo escenario, desde las siete hasta la nueve de la tarde, Uoho había estrenado su proyecto en solitario y el americano Gary Clark Jr. había debutado en tierras sevillanas. Iñaki Uoho, la mitad de Extremoduro y Platero y tú, arrancó antes de las siete (hora programada para el inicio de su concierto) y apenas llegó a la media hora de música, con el sonido aún no ajustado como lo estaría luego y con los primeros pocos de miles de espectadores buscando su lugar en el estadio. Apenas dio tiempo a ubicarse y Uoho ya tenía que despedirse. Algo más (y mejor) pudimos disfrutar a Gary Clark, con quien el sonido empezó a mejorar durante su hora completa de concierto. Con el groove soulero y la clase que le caracteriza, dio muy buenos minutos de música y guitarras afiladas, a pesar de dar la impresión que salió a jugar al Villamarín sin meter demasiado el pie. Arrancó con falsete y tirón soul (Feed the Babies) y rock clásico de corte chuckberriano (Travis County), puso en el asador empaque y riffs de peso (What About Is, Stay) y, cuando mejor se ponía (Low Down Rolling Stone, When My Train Pulls In, Bright Lights), la cosa llegaba a su fin, dejando un buen sabor de boca que, esperemos, sea sólo el aperitivo de próximas visitas del músico a Sevilla.
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