Mucha gente me pregunta si mis niñas han tenido celos con los nacimientos respectivos de sus hermanas. La respuesta es un no. Bastante rotundo. La Primera hizo un amago muy flojo de dejar de andar cuando nació La Segunda. Un si a esta la lleváis en cochecito a todos sitios yo porqué tengo que ir andando como una plebeya cualquiera. Año y medio tenía la criatura. Aparte de este episodio aislado, los nacimientos de mis retoñas han sido vitoreados y celebrados por sus hermanas como todos los eventos festivos que se repiten con cierta periodicidad.
Ellas acogen a sus hermanas con la misma resignación con que las mujeres acumulamos años, con una mezcla de alegría y aprensión. Tuvimos un pequeño motín el día que les anunciamos a las mayores que La Cuarta era otra niña. La Segunda me miró muy seria y me explicó que no necesitábamos otra niña. Que de eso ya teníamos. Salvado este pequeño escollo de género La Cuarta fue acogida con entusiasmo por todas, incluida La Tercera que asumió su destierro con un gracejo inusitado.
Pero no estamos libres de pecado. No sufrimos de celos per se pero vivimos subyugados por un sentido de la justicia insostenible. La ministra de igualdad lo tiene chupado comparado con nosotros. Las mayores nos exigen una equidad milimétrica. Ellas son un pack. No recuerdan la vida la una sin la otra y desde que tienen semi-uso de razón se consideran un tándem indivisible. No puedo por ejemplo darle los buenos días a una mientras me despego la legaña sin que la otra aparezca de no se sabe dónde y me pregunte indignada por qué a ella no le doy un beso. Imposible explicarle que es anatómicamente imposible besar a dos personas diferentes a la vez.
Luego viene el porqué le pones a ella el colacao antes que a mí, el porqué a ella le regañas más y mejor y el yo también quiero pan con mantequilla en el momento justo en el que empiezas a untar la segunda tostada. La Tercera que no sabe de qué va la historia pero se huele que el que no llora no mama se une a todo al grito de “y yooooo” a un volumen difícilmente soportable a las seis de la mañana.
La situación se volvió insostenible este verano cuando el padre tigre puso pies en polvorosa y me dejó compuesta y sin marido en Marbella. Con las cuatro. Darse un bañito refrescante se convirtió en un deporte de riesgo. Tenía que supervisar las zambullidas de las mayores con La Cuarta en brazos y La Tercera con sus manguitos en la chepa. Por si esta estampa rocambolesca de baño múltiple no fuera tortura suficiente, las mayores andaban como alma en pena en competición constante para enseñarme sus últimas acrobacias. Si le decía a La Primera que hacía un pino la mar de erguido La Segunda me miraba con cara de mujer cornuda.
Me afanaba yo entonces en alabar sus avances en la inmersión de cabeza con esos planchazos que me dolían más a mí que a ella y La Primera se hacía la muerta en la piscina en plan adiós mundo cruel. Vuelta entonces a vitorear a La Primera por hacerse un ancho buceando para encontrarme a La Segunda enfurruñada en la escalera cual Tristón solo busca un amiguito. Un infierno. Terrenal.
A este sinsentido súmenle el que intento por todos los medios no mentirles. Más de lo estrictamente necesario. Cuando le digo a La Primera que tiene un cuello de cisne ¿cómo voy a decirle a La Segunda tú también mi amor si le sale la cabeza de los hombros? Recurro entonces al comodín de su melena de quitar el hipo y se me cae el alma a los pies cuando veo a la primera con el pelo a lo Mónica Geller en Barbados. Y así con todo. Si una tiene los ojos verdes, la otra los tiene azules. Una tiene el culo respingón y la otra plano. Una tiene cinturita de avispa y la otra es como un culturista chiquitín…
¿Quién dijo aquello de ni contigo ni sin ti tienen mis males remedio? Pues eso.
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